martes, 11 de septiembre de 2007

Simplemente volar...

Domar el viento, jinetear las nubes, desplegar las alas, planear como un cóndor, ser un pájaro o... simplemente volar. Volar en el más literal y absoluto sentido de la palabra. Nada más ni nada menos que eso. Sentir que la tierra no está más debajo de los pies, pensar en estar más arriba que un gorrión, reírse de las tontas gallinas que tienen alas y apenas si vuelan, pensar que estas representan un fiel destinatario de aquello que "Dios le da pan al que no tiene dientes". Saber que el hombre no tiene alas, pero tiene vuelo, que está irremisiblemente pegado a sus pies, pero despega. Sentir miedo y al mismo tiempo estar excitado, transportado por la increíble sensación de volar. Acaso este descubrimiento no sea nuevo, es como enlazarse en un íntimo vuelo con una mujer por primera vez. Es la primera vez para los protagonistas, pero no es la primera vez para un humano y tampoco será la última y las palabras..., las tontas palabras, no reflejan el exacto sentido de las sensaciones que se sienten en el alma. De esa forma hay que entender que volar es más que uno, es estar fuera del medio natural, es sentir que esa cáscara de madera y plástico está en el aire, sin motor, sin cadenas, sin ataduras. Sometido a los caprichos de una térmica ascendente que sube y sube y uno asciende con ella, que de pronto el planeador se inclina y que el suelo parece venirse hacia el aparato a mucha velocidad, pero las alas que de pronto me crecieron hacen su trabajo y el pequeño juguete del viento sigue estando allí, bien arriba. Abajo, el Polo Club, la cancha de golf del Aero, el verde de la cancha de Deportivo Sarmiento, más allá Blanco y Negro, y debajo toda la ciudad, inmóvil y sin ruido, un pequeño, un muy pequeño caserío. El sol que pica en la cabina y el viento, el único sonido exterior, los instrumentos dicen que se sube más allá de los 500 metros, que la velocidad del aparato es un poco más de ochenta kilómetros, y que el bastón de mandos se mueve entre las piernas llevado de la mano del piloto. El miedo despacio se va, dan ganas de volar y volar, de quedarse arriba, de intentar la hazaña de Icaro de ir a buscar el sol, pero el vuelo tiene límites, los límites muy precisos de un aparato creado por el hombre que pese a su libertad, está atado a esa térmica que sube, pero que lentamente se enfriará y dejará de empujar. También está el tiempo del reloj y aquellos que debajo quieren seguir los pasos, o los aleteos que emprendí hace apenas media hora, apenas si un pequeño instante en la vida, apenas un mínimo instante en los tiempos absolutos. Pero hay que bajar, aunque antes, y aunque suene a perogrullada, hubo que subir. Subir atado a un cordón umbilical de cuarenta metros de largo, detrás de un Ranquel de 180 caballos de fuerza, que levanta vuelo después que su bebé dejó el pasto de la pista del Aeroclub. Enseguida juntos se elevan, hasta que un palancazo desde dentro del planeador corta el nexo con el motor de la avioneta de remolque y el hasta entonces indefenso bebé queda suspendido en el aire. El ruido del viento, la sensación de estar en la nada y la creciente confianza que hace pensar "ahora me animo", pero el pensamiento salió en voz alta. "Agarrá el timón, tiralo para atrás, para que baje la velocidad..., ahora correlo a la derecha y apretá el pedal derecho a fondo..., ahora centrá el aparato volviendo el timón a la izquierda..., ahora nivelá apretando el pedal izquierdo...". El avión no se cae, no sabe que mis manos no saben nada de vuelos, no saben que Marcelo Rico el instructor dejó los mandos en libertad y los domina con las instrucciones que me da. Enderezado el aparato, otra vez la misma secuencia de órdenes y otro viraje escarpado, según me enteré después, y el avión es mío, por un instante, es mío y de nadie más, mío es el viento, mío... hasta que la voz a mis espaldas dice, "dejame a mí que ahora vamos a bajar" y compruebo que el avión no es mío, ni de él, el avión no es del aire, el avión es de la tierra, que lo recibe alborozada, como al hijo pródigo, que hace apenas unos instantes había dejado en libertad, para luego reclamarle su regreso, no sea cosa de que el sol lo queme, como quemó las plumas del Icaro.

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