lunes, 29 de diciembre de 2008

El cigarrillo y el escaparate

Mientras fumaba su enésimo cigarrillo con la vista perdida en la escena que detrás de la ventana le devolvía la calle; una calle tranquila, tan tranquila como su provinciana existencia, hacía un repaso de los últimos meses de su vida. Delante de la ventana los automóviles pasaban despacio. Su mente la transporta a su existencia de hacía sólo unos pocos meses atrás y a los acontecimientos que volcaron definitivamente sus existencia. Recordó que en más de una ocasión en sus solitarias caminatas por la calle se detuvo a mirar el escaparate de una armería. No es que le gustasen las armas, era una mujer como tantas que las detestaba, pero sin embargo la fascinación y las ganas de solucionar definitivamente sus problemas la acercaba inexorablemente, una y otra vez a apreciar esa reluciente pistola negra que por su pequeño tamaño y poder letal la atrapaba. En más de una ocasión estuvo a punto de entrar y llevársela a casa, pero un sentimiento de supervivencia, una pequeña voz la impulsaba a seguir adelante sin ingresar al negocio y un acaso la preservó de una decisión dramática que pese a todo siempre estuvo lejos de concretar. Ese día en particular, recordaba Elena, se sintió más cerca que nunca, el abatimiento era total, ya nada le gustaba, ni el viaje semanal obligado a los alrededores, que tanto le fascina en un principio la motivaba. Pensar que esos rústicos aldeanos que le temían y apreciaban la mantenían en pie. Su sentido de la justicia era lo que más le reconocían, ya que si bien era inflexible a la hora de constatar irregularidades, lo hacia consciente de su obligación y jamás se le ocurrió pedir una prebenda para no ver algo, ni aceptó ofrecimientos de esta ¡índole. Sin embargo Elena no estaba feliz. Se sentía respetada, le fascinaba la posibilidad de comprarse cosas, de tanto en tanto algún hombre entraba en su vida, algo de sexo, algo de cariño pero tan rápidamente como le llegaban, los abandonaba, sin dar muchas explicaciones. Necesitaba más que el respeto de los aldeanos, necesitaba más que esos amoríos fugaces. A veces la despedida del enamorado de turno era por teléfono, en otras no asistía a las citas, un poco porque no le gustaban y otro poco porque el sueño y su inveterada costumbre de impuntualidad se imponían por sobre toda otra consideración. "No soy", había dicho ella en más de una ocasión, "una devoradora de hombres. Tan pronto como que me gusta uno, le empiezo a encontrar defecto y ya me dejan de gustar". De jovencita se vio deslumbrada por Juan, tan joven e inmaduro como ella, pero la relación duró... , duró más de cinco años, "fue maravilloso", se encargó de decir en cuanta ocasión tuvo. Pero todo se desgastó, no vinieron nidos y ese languidecimiento terminó con los pocos vestigios de la pasión con la que iniciaron su vida de pareja. Hasta que llegó ese día, ese día tan crucial en el que estuvo tan cerca de decir basta definitivamente y que sin embargo, continuar caminando la devolvió al mundo que ella creía definitivamente perdido. La nota dentro del sobre que el correo había deslizado bajo su puerta, era muy escueta. "Me expulsaron de mi país. Estoy en el Norte. Tengo trabajo de profesor que me han conseguido mis amigos". "Cariños Andrés". Elena la ley, la releyó, la volvió a leer y al cabo de diez minutos se puso en acción. Se encontró de vuelta en el mundo, de nuevo con ganas de luchar, volvió a ser una mujer ilusionada. Tomó el teléfono, hizo la reserva del pasaje y antes de que el reloj complete dos vueltas, estaba subiendo al avión que la depositaría del otro lado del mar, ante la vista de aquel que conocía a fuerza de escribir cartas y comunicarse por teléfono. Casi ni se hizo tiempo para avisarle que iba. Después de largas horas de vuelo, en las que sintió la necesidad de empujar el gigantesco aparato para que llegue antes a encontrarse con su destino, al fin llegó. La ansiedad en el viaje se vio acentuada por la obligada abstinencia de tabaco a que imponen en los aviones, que no le permitían calmar esos nervios que amenazaban con dejarla sin aliento. Cuando el avión comenzó finalmente a descender su corazón se aceleró hasta límites insospechados, tanto que ni se dio cuenta que sus oídos se bloqueaban por efecto de la descompresión del aparato. Ya en tierra hizo los trámites inmigratorios y aduaneros con impaciencia. Parecían no finalizar nunca. Los funcionarios estaban en el día más lento de su vida, pero por fin pasó la última barrera, apenas si podía caminar con las dos maletas atiborradas de ropa y regalos. De pronto se encontró cara a cara con quien conocía tan bien y sin embargo tan poco. Un beso apurado en la mejilla, fue el gran saludo. Casi hablando al unísono, entendiéndose como una pareja de toda la vida, subieron al auto, fueron al departamento, hablaron y hablaron, hasta la hora de cenar una sencillo plato de arroz, que Andrés preparó con la experiencia de una vida solitaria. La conversación giró en torno a la política, sobre la mujer que Andrés una vez tuvo, sobre la hija Andrea de 15 años que había quedado con la madre, sobre Juan, la relación de la juventud de Elena, sobre la armería, sobre su calle, sobre su casa. Cuando terminaron de comer, sólo quedaron los ojos de uno atrapados por los el otro, casi naturalmente el beso surgió urgente en el pecho de ambos. Sus labios se buscaron se exploraron. El beso se tornó más profundo más exigente, antes que pudieran pensar lo que hacían estaban fuertemente ligados uno con el otro sintiendo sus cuerpos reaccionar ante la urgencia del más primitivo de los deseos. Empezó a sobrar la ropa. La más sublime y profunda sensación de animal se apoderó de ellos y los mantuvo en la cama despiertos y explorando una y otra vez las posibilidades del sexo recién descubierto. Los 20 días de las vacaciones de ella pasaron r pido, mucho más r pido de lo que querían, apenas si se hicieron tiempo para intentar que Elena iniciase su papeles de inmigración, la cama, la comida y el conocerse les consumió todo. De pronto de nuevo el avión, de pronto de nuevo su ciudad, y el automóvil amarillo que intentaba estacionar frente a su ventana, la devolvió al mundo. Apagó el cigarrillo, se levantó, miro a su alrededor, le sonrió, a la luna esperanzada, escribió en su computadora las últimas líneas de la carta que le enviaba a Andrés. "A mi me gusta la vida tranquila" se dijo, "no me gustan las cosas que me sacan de mi rutina. Soy muy previsible".