martes, 22 de enero de 2013

Liquidaciones y bolsas



Caminaba delante de una vidriera y un cartel bastante grande, hecho con letras de papel decía “liquidación”, más abajo y en letras más chicas: “hasta 50% off”. O sea un tercio del cartel en inglés y el otro tercio en castellano y lo restante un número, un símbolo universal. No sé si es que estamos volviendo al castellano o nos estamos yendo definitivamente al inglés, porque si fuese en castellano debió decir: de descuento y si todo hubiese sido en inglés la primera palabra debió ser sale. O sea al 50% de la música nacional.
En fin llaman la atención estos carteles, porque hoy los sale, nada tienen que ver con las antiguas liquidaciones de otoño o de primavera en las cuales uno podía adquirir ropa, que de eso se trata, a mitad de su valor, o al menos a precios mucho más bajos que al principio de cada temporada.
Lo cierto que existían, entonces nuestros padres aprovechaban y compraban ropa en esas liquidaciones, el problema que debían usarse casi de inmediato, so pena de que al invierno o verano siguiente nos quedasen chicas las prendas y si eso ocurría, entonces el ahorro se convertía en un gasto inútil.
Pero claro usar ropa de invierno en verano y de verano en invierno tenía algunas contraindicaciones. O te morías de calor, o el frío te hacía ver las estrellas, pero bueno un detalle mínimo, la ropa era bien barata.
Había sin embargo una opción. Te compraban la ropa dos o tres números más grandes y te la ponían igual, porque al fin la ropa que tenías te quedaba chica, entonces ocurría un fenómeno bastante particular. Los hombros de una camisa por ejemplo, quedaban a la altura del codo, entonces en los puños las daban vuelta varias veces hasta que quedabas ensillado y listo para galopear.
Si tenías una camisa en esas condiciones el movimiento terminaba por desenroscar las mangas y uno acababa dando lástima, porque las manos no se veían y la camisa irremediablemente se iba poniendo vieja, de modo que cuando al fin el cuerpo le entraba perfecto al talle, la sayuela en cuestión estaba ajada y desde los codos hasta el hombro la tela tenía un color apagado y de los codos a los puños, estaban impecables. Nuestro aspecto era patético.
Lo mismo ocurría si el tema era un pantalón largo, uno terminaba usándolo como complemento para no ensuciar las suelas de los zapatos y casi antes de que sean nuevos, estaban remendados. Si la prenda era un saco, uno parecía metido en una carpa. Las solapas quedaban a la altura de la cintura y el cuello lo podías usar de capucha. ¡Verdaderamente lamentable¡
Pero hay otras cosas que han cambiado con el tiempo y sobre las cuales vale detenerse un poco. Por ejemplo cuando se iba a comprar mercadería a un almacén, el supermercado era una obra de ciencia ficción entonces. Tenías que llevar los envases. En casa eran bolsas de tela fabricados por mi mamá en su Singer o en bolsas de red que se compraban. Maldita la hora que se te ocurriese ir a un negocio si el correspondiente envase, el bolichero te miraba con cara asesina, buscaba una bolsa de papel marrón y metía las cosas allí, o tal vez si encontraba una bolsa vacía de cal o cemento, con bronca te encajaban compra en ese envase “aséptico” con la mejor cara de “yo no fui”.
Pero el sistema era muy bueno y mucho más ecológico que el plástico que te dan hoy en cualquier negocio.
Era muy sencillo el sistema, uno le daba la bolsa a quien te despachaba la mercadería la acomodaba, para que nada se rompa ni se vuelque. Había que acordarse, antes de hacer las compras, de cargarlas en el auto y calcular cuantas eran necesarias. Generalmente una para el pan, otra para la carne y dos a tres para el almacén y si lo que ibas a comprar era mucho o voluminoso, por allí una bolsa de arpillera bien lavada servía de maravillas.
En fin liquidaciones, bolsas, tiempos que se fueron tiempos que tal vez vuelvan. Tal vez con bolsas dejemos de ver cajeras con cara de aburridas que te meten todo en las de plástico y se enojan si no tenés cambio. Tienen la actitud de los colectiveros cuando te cobraban el pasaje con dinero, al menos ahora son menos caracúlicos que antes, pero esta epidemia de mal humor se ha trasladado a estas chicas de supermercado. En fin…  

viernes, 18 de enero de 2013

La casilla


Me crie entre las herramientas de mi padre un productor agrícola que además del trabajo específico de labranza, siembra y cosecha, le gustaba la mecánica y de allí que la mayoría de los arreglos y pequeñas modificaciones necesarias para adaptar las mismas a las necesidades particulares de cada cultivo se hacían en casa. De modo que una  herrería hacía las delicias de mis manos de niño, afecto a tomar martillos, tenazas pinzas, llaves y cuanto elemento hubiese para “arreglar” mis cosas, lo que generalmente desarreglaba los trabajos pacientes de mi padre y mi hermano.
Tanto fue mi amor a las herramientas que en cierta ocasión en un viaje a Buenos Aires, exigí que como regalo me compren una llave de tuercas fija, que le sirvió mucho mejor a mi padre que a mí, pero la llave era mía y por ende la llave de Felix.
Dos tractores, un acoplado, grande, un camión, dos carros, un arado de discos, varios cuerpos de rastras de dientes, un rolo desterronador, un  carro grande y dos más pequeños con llantas de hierro, sobrevivientes del trabajo con caballos, dos cosechadoras, una casilla y además de infinidad de herramientas de mano, eran los fierros con los que conviví en mi infancia.
 Mi padre trabajaba en sociedad con un tío y cuando se disolvió el vínculo hubo que reacomodar el parque de herramientas, ya que en la división, algunas fueron para mi viejo y otras para mi tío.
Una de las cosas que quedaron en manos del tío fue la casilla. Una especie de casa de chapas de ruedas petizas que eran enterradas, al llegar al lugar de trabajo y no tenía piso. El elemento en cuestión, era apenas un  refugio contra el viento, ya que en verano no se podía estar por el calor y en invierno se helaba hasta el aliento. Me detengo en este carruaje tal vez el más insignificante ya que una casilla que tuvo en mi niñez una importancia central.
Cuando se disolvió la sociedad mi viejo compró dos tractores, un Fahr de 30HP que mi hermano condujo desde Buenos Aires a Ombú, tras su compra y un Lanz comprado en Coronel Suárez al agente, la casa Zilio.
Mi amor por los fierros era tan grande que el día que llegó el Lanz a casa, llegó también mi primera bicicleta, pero embalado por el tractor, a la bicicleta casi ni la miré, para decepcionar a mi padre que se había ilusionado con mi alegría, pero mi atención estaba dirigida un 100% a la ruidosa y espectacular herramienta.
También compraron el chasis de lo que iba a ser la casilla modelo, ya que su estructura se iba a construir en casa. Tardó varios años en realizarse pero finalmente con mucho trabajo se fueron soldando los fierros, pegadas las chapas de afuera, le colocaron lana de vidrio entre la pared de chapa exterior y el interior de chapadur, se le hizo una división, para separar el dormitorio de la cocina, un tanque para agua corriente en fin, todo un progreso si se la compara con la otra vieja más un galponcito que otra cosa.
Me costó mucho insistirle a mi hermano Vito para que me enseñe a manejar el Fahr y fue ese el primer vehículo que manejé en mi vida y el hecho también se convertiría en un hito de infancia.
En la primavera de 1957, había que ir a sembrar un girasol en la estancia La Larga a unos 50 kilómetros de donde vivíamos. Dos días antes de llevar todo el campamento al lugar de la cosecha, cayeron en la cuenta que iba a faltar un chofer. Ya que el camión, el tractor grande y la camioneta (una estanciera) de la familia, ocupaban a todos los que estaban disponibles, por lo que… ¿Yo tengo que manejar el Fahr? tenía 10 años y un miedo visceral para cumplir la tarea. Ya que una cosa fue manejar en el patio y otra muy distinta un viaje de más de 50 kilómetros.
Mi padre y mi hermano se encargaron con paciencia de explicarme por qué tenía que ser yo y por qué el tractor más chico y que no había nadie, para hacer la tarea.
Insistieron y finalmente lograron convencerme. Argumentaron que no era peligroso, que había que ir muy despacio, que me iba a acompañar don Cosme Bauza, uno de los socios de mi viejo, mientras mi madre, una de mis hermanas (Yvonne) y Angela, una amiga de Yvonne (que luego se convertiría en la esposa de mi hermano) miraban serias, pero no contradecían a los hombres de la casa.
Cuestión es que una mañana temprano salió la caravana rumbo a su destino, el camión, el tractor Lanz y yo con  el Fahr, la casilla detrás y más atrás un acopladito marca Fama con combustible y algunas otras cosas necesarias para la siembra. Al pasar por Huanguelén don Cosme se subió al tractor y se completó la tripulación, el cocinero en la casilla Cosme y yo.
El camino, no tenía asfalto en ninguno de sus tramos, de modo, que a la lenta marcha del tractor, hubo que sumarle más lentitud, para no romper nada, encima el camino estaba muy abovedado porque había cuadrillas de vialidad trabajando con palas tiradas por caballos haciendo un terraplén, que impediría que en el futuro, el camino se convierta en un río, como sucedía cada vez que llovía.
Pasamos Otoño, sin novedad, hasta que don Cosme me advirtió que detrás nuestro había un vehículo que nos quería pasar. Por el ruido no entendí sus palabras por lo que me di vuelta para oír, mi movimiento giró levemente el volante y el tractor amagó a bajarse por la derecha del terraplén, corregí enseguida, pero la casilla se volcó, por el desnivel, con el cocinero que viajaba en ella.
Quiso la madre fortuna que nada se rompiese, que el hombre, previniendo el tema se apoyó contra uno de los costados y se acostó junto a la casilla. Para lamentar: hierros torcidos, un vidrio roto y nada más.
La gran pregunta ahora era: ¿Qué hacemos? El resto de la caravana se había adelantado y lejos estaban de sospechar el inconveniente que se nos había presentado.
Mientras daba vueltas desesperado sin atinar que hacer sólo con mis pensamientos, ya que Bauza y el cocinero eran mucho más legos que yo en la materia. Desesperado no me animaba a hacer nada. Hasta que pocos minutos después llegó un tractor que también iba hacia un trabajo y el tractorista, un hombre grande y la gente que se fue agolpando, resolvieron el tema, engancharon la casilla del chasis, tiraron para ponerla sobre las cuatro ruedas con el tractor y me instruyeron para que ni bien quede parada, mueva mi Fahr hasta nivelarla y que no se vuelque de nuevo. Así se hizo y tras hacer ataduras de emergencia para enganchar casilla y acoplado, continuamos viaje.
Don Cosme decidió que su actuación sobre el tractor había sido muy pobre, por lo que hizo el resto del viaje en la casilla. Pero aún quedaba mucho trecho por delante, al llegar a Louge, doblamos a la izquierda, por un camino inundado. Si antes se iba despacio, ahora mucho más, hasta que al fin del camino, se abría una tranquera donde estaba el resto del equipo, esperando ansiosos nuestra llegada, más extrañados que alarmados por la tardanza.
Allí se enteraron de lo que nos había sucedido y tras preocuparse por nuestra salud, que no había sido afectada, almorzamos.
Aquí mi memoria se corta, porque no recuerdo como ni con quien volví a casa, ni donde realmente terminó el viaje. Pero el vuelco quedó definitivamente grabado en mi memoria. Entonces tenía apenas 10 años cumplidos hacía muy poco.

martes, 15 de enero de 2013

Tommy no se fue


Vaya a saber por qué rincones de la memoria ayer se me apareció Tommy, mi perro de la infancia adolescencia y juventud, un collie semi puro que llegó a casa de la mano de mi padre para que sea la nueva mascota de mi hermano, para reemplazar al Jeep, el viejo setter que había llegado al fin de sus días tras una larga vida junto a la familia.
Tommy llegó de muy pequeño y como la de todo cachorro, sus correrías no conocían límites, de modo que por la maldad de algunos y la indiferencia de quienes estaban en el almacén de Cacho, Tommy desapareció una tarde. Lo tomó alguien y se lo llevó, cuando apenas tenía unos pocos días como integrante de la familia. Pero mi padre y mi hermano se ocuparon de seguirle el rastro y pudieron recuperarlo de manos del ladrón, que dijo le había sido regalado por el bolichero, que obviamente no era el amo del cachorro. Hoy es casi irrelevante el dato, pero dudas quedan.
Cuando llegó de nuevo a casa, ya había dejado de lado sus blandas lanas de cachorro y un pelaje entre negro y marrón le cubría su humanidad, su hocico había crecido, se puede decir que estaba en su primera adolescencia.
Pronto comenzó a demostrar sus habilidades, como perro cazador, ayudaba a identificar que cuevas estaban habitadas y cuáles no, avisaba de la presencia de visitantes, ya fueran estos humanos o animales. Sabía distinguir cuales visitas eran bien recibidas y cuáles no, lo que daba a todos la tranquilidad de saber si quien llegaba era un indeseable.
Nunca sin embargo fue demasiado cariñoso o agresivo con la gente que llegaba a casa, pero había desarrollado una especial inquina con los ciclistas, vaya a saber por qué tropelía les solía pasar facturas mordiéndole los tobillos.
Otra de las debilidades de Tommy eran los huevos de gallina, le encantaban y por ello no cesaba de comerlos, hecho que la familia desconocía, hasta el día que cansados de que los nidos de las cluecas fuesen saqueados, la familia decidió colocar una trampa, con un huevo como manjar para las “comadrejas”. Pero no habían pasado tres minutos de haber colocado el señuelo y armado el artefacto, cuando los llantos furiosos de Tommy hicieron que todos volviéramos sobre nuestros pasos para ver al perro con una de sus manos atrapadas entre los dientes de acero de la trampera.
Fue necesario cubrirlo con un lienzo para que no muerda a quienes queríamos sacarlo de su sufrimiento. La conclusión de este incidente fue obvia, el ladrón de huevos era Tommy. Pero la experiencia traumática y dolorosa le enseñó que hay cosas que no se podían hacer en casa y mantuvo largos años de una conducta ejemplar alejada de ese manjar, aunque los vecinos cada tanto se quejaban de que algún bicho les había hecho desaparecer una nidada.
Mi hermano se fue de casa y el perro quedó y si bien era el perro de Vito yo lo consideraba más mío que de nadie y así fue que por nuestras edades nos hicimos muy amigos, yo salía de a caballo y el Tommy iba tras mío. Me sentaba en el patio y Tommy a mis pies, yo corría, Tommy corría, yo caminaba, Tommy caminaba.
Pero lo que más recuerdo de Tommy eran las largas “peleas”, que teníamos de modo de gastar las energías que a ambos nos sobraban.  Golpeaba mis manos dos veces y esa era la señal para empezar nuestro juego, el ladraba y hacía que me mordía y yo hacía que lo agarraba y lo tiraba al piso, para que el volviera con su ladrido a hacer el ademán de agresividad. Esto durante largo rato, hasta que cansados ambos, yo daba la señal: levantaba la mano y decía: bueno, y Tommy dejaba su actitud juguetona y agresiva para ofrecer su cabeza a mi caricia.
Este espíritu juguetón y las señales para comenzar el juego y terminarlo, trascendieron toda su vida y cuando ya estaba viejo y sordo, me paraba delante de él, para que me viera dar los dos golpes con las manos, entonces daba uno o dos ladridos ronca y enseguida le daba la señal de mi mano levantada para que cesara y con su andar cansino y bichoco se me pegaba al pantalón para que le acariciase la cabeza, en agradecimiento por haber cumplido una vez más con el ritual.
Alberto Pérez trabajó durante largos años en casa y fue quien recibió los plácemes de Tommy, mientras yo cumplía con la tarea de educarme como pupilo, lejos de casa. Nolda, la mujer de Alberto, siempre decía, “si querés saber dónde está Alberto búscalo al Tommy”. La aplicación de éste método de búsqueda de nuestro empleado siempre fue exitosa.
Su instinto cazador le permitió a Alberto hacerse de cientos de peludos (armadillos), que formaban parte de su dieta y que consumía como verdaderos manjares. Ambos salían de noche, momento en el que los peludos abandonan sus madrigueras subterráneas para salir a comer. Tommy caminaba delante, Alberto detrás, de pronto, el perro tomaba el olor de la presa y salía disparado para atraparla, Alberto corría detrás y se encontraba con el perro echado por encima del peludo sin dejar que escape y sin lastimarlo. El animal así cazado iba a una bolsa, para luego ser llevado vivo a un lugar seguro donde esperaba el momento en que era sacrificado para ser consumido.
Su instinto de guardián lo llevaban todas las noches hasta la puerta de calle de la habitación de mis padres, donde velaba por el sueño de ellos. En ese lugar de pronto se levantaba en medio de la noche para ladrar a algo que lo perturbaba, para luego volver a echarse con el lomo pegado a la persiana.
Cuando yo decidía dormir a la luz de la luna en un  catre, quien me acompañaba echado a escasos metros de la cama era Tommy y repetía las rutinas de su ronda de guardia en la puerta de mis viejos. Nadie se lo enseñó, pero él lo sabía y lo hacía.
Cuidaba de nosotros y por toda recompensa pretendía una caricia en su cabeza y obviamente la comida, las sobras de lo que se comía en casa, o los trozos de ganado muerto, que eran traídos para que se dé un festín.
El tiempo y los años fueron pasando y una progresiva sordera le fue alejando de los sonidos, de modo que para llamarlo, si dormía había que tocarlo y hacerle gestos para que siga, si estaba despierto bastaba una señal, pero cada vez más su piernas le flaqueaban y su paso, otrora alegre y despreocupado, era una verdadera tortura de dolor, pero se las componía y venía, pero cada vez con más renuencia.
El final de Tommy fue trágico, murió bajo las ruedas del auto de la familia. Con mi padre llegamos de regreso a la tardecita con las provisiones de la casa y Tommy salió a recibirnos con alegría y ladridos como lo hacía siempre, pero, vaya a saber por qué, cuando el auto casi se detenía dentro del garaje, perdió pie y recibió un golpe letal. Pocos minutos después entre quejidos, terminó su corta agonía.
Ya han pasado más de 45 años de la partida de Tommy, pero está tan fresco su memoria, que me parece verlo correr quiméricamente detrás de las libres que nunca alcanzaba, me parece verlo echado al pie de mi cama, me parece sentirlo ladrar para avisar de la llegada de visitas. Es mentira que se haya ido, porque permanece en mi memoria, y mientras esté allí, Tommy siempre estará conmigo.