jueves, 27 de septiembre de 2007

El final del desafío

-¡Ya no lo soportaba más!, con ese aire de suficiencia con el que se sentaba al tablero y me ganaba. No había forma, por más que estudiase o inventase nuevas combinaciones, me ganaba y me ganaba, y no sólo eso, sino que después había que soportar todas sus ironías. Pero esa primavera, me hice el firme propósito de preparar una trampa que él seguro no podría eludir. Ya hacía varias semanas que tablero de por medio, no nos habíamos visto y nuestros encuentros se limitaban a casuales saludos por la calle, en donde él siempre ponía su mejor sonrisa socarrona para hacerme ver que yo no podría con él. Eso sumado a todas las que le tuve que aguantar me fueron convenciendo que tenía que darle el golpe de gracia, ganarle la partida final y asegurarme que nunca más iba a tener que soportar sus insolencias. Para mediados de la primavera ya tenía la idea perfecta, todo preparado, sólo faltaba la ocasión para llevarla a la práctica. La ocasión tardó en llegar, ya que mi rival enfermó, luego viajó y el desafío se fue postergando, hasta que un claro día otoñal, por fin, nos sentamos tablero de por medio. El debe haber olfateado que me había preparado especialmente para la ocasión, porque su gesto adusto y su rostro carente del brillo que le brindaba la alegría de enfrentarme, así parecían corroborarlo. Nos dimos la mano y con el entrecejo fruncido ambos jugamos con rapidez las primeras movidas, para luego comenzar a lentificar el juego y medir acabadamente las consecuencias de cada uno de nuestros movimientos. Tres horas después el tablero presentaba el aspecto de las grandes batallas, pocos soldados en pie, los reyes recurriendo a su acción personal para apuntalar la batalla que había sido feroz. Entonces comencé a poner en práctica mi plan y a jugar para facilitar mis planes, que incidentalmente eran los de él y por primera vez el día sus ojitos comenzaron a saborear lo que parecía mi derrota inevitable. Pero claro, no se lo esperaba, cuando tomó su rey para dar la estocada final al mío y encerrarlo para que no pudiese accionar, la pieza en su mano cerrada explotó, tal como yo había previsto que explotase mutilando prácticamente su brazo derecho. Por fin sonreí, por fin me di por satisfecho; esa sonrisa, la sorna, la befa y la ironía nunca más.... Ahora estoy en el penal y de cuando en cuando juego una partida con algún compañero recluso, pero ya toda la alegría que me producía jugar al ajedrez queda empalidecida por aquel gran final de hace ya largo tiempo.

sábado, 22 de septiembre de 2007

De Ombú a Buenos Aires en 12 horas

Para ir a Buenos Aires desde mi casa, no hacía falta más que cruzar la calle, acercarse a la estación, abonar el boleto del tren, esperar que llegue, subir antes de que se cumplan los dos escasos minutos de la parada y comenzar a desandar una aventura de 455 kilómetros, entre Ombú y Plaza Constitución, tal como está expuesto en el cartel de fundición, colocado sobre uno de los palos del telégrafo del ferrocarril. Hoy, esa distancia son apenas algo más de 4 horas de viaje de automóvil, pero entonces, la aventura duraba exactamente 12 horas. El tren se tomaba alrededor de las seis y el último aliento de la locomotora de vapor lo entregaba en el andén Nº 14 de Plaza Constitución alrededor de las seis de la tarde, si es que vaya a saber por qué el tren no se atrasaba. Dos valijas grandes, una valijita de picnic con platos y cuchillos, una canasta con la vianda y dos termos de café y té caliente constituían el equipaje normal de mi familia, mi padre, mi madre y yo; acaso el más difícil de soportar. Una especie de equipaje móvil, con ideas propias que nunca coincidían con las de mis padres. La cosa empezaba muy bien porque era temprano, me habían sacado de la cama hacía un rato, normalmente, los viajes eran en invierno, así que el frío y el sueño me mantenían quieto, hasta que lograba combatir a esos dos enemigos, después el enemigo público era yo. Ese «rubiecito simpático» pero la piel de Judas reencarnada. Partía el tren. Cuando todavía estábamos buscando un asiento al lado del radiador de la calefacción, siempre aparecía alguna matrona, de esas que nunca faltaban, con intenciones de entablar diálogo de manera de pasar el viaje entretenida y luego intercambiar cosas del menú al mediodía, con sus circunstanciales compañeros de viaje. Estas «viejas» los primero que hacían, como para entrar bien en la familia; era pasar la mano grasienta por mi pelo más grasiento de gomina, húmedo y recién peinado. «Que lindo nene rubio», vieja de m... pensaba yo, no ves que me estás despeinando. Esto último sin embargo no precisaba demasiado de factores externos, pues siempre fui rebelde y la rebeldía comenzaba por tener el pelo desordenado. Odiaba y odio los cortes de pelo y sentir el tironeo del fijador que se seca. Para cuando terminábamos de acomodar las cosas, (yo siempre contribuía a desacomodar), estábamos pasando el puente negro y entrando a Huanguelén. Aquí el tren se detenía más tiempo, los vagones, uno de primera y otro de segunda, casi vacíos se llenaban. La locomotora cargaba agua, el correo bajaba la correspondencia que se recibía, y despachaba la que salía de Huanguelén. Tres o cuatro carretillones llenos de paquetes y encomiendas, subían al vagón de cargas y estafeta. Cuando todo quedaba en orden, la campana, el guarda primero y la locomotora después hacían sonar su silbato y un «chuuuuffffff», gigantesco ponía en movimiento al convoy, que lentamente cobraba velocidad. Otoño, la siguiente parada, tan corta como la de Ombú, Louge lo mismo, y Arboledas, otra parada un poco más larga, no tanto como la de Huanguelén. Pese a la premura de la detención, siempre alguien subía o bajaba y se recibía y despachaba alguna carta o encomienda. En Arboledas bajaba el pan de Mariani, bajaba mucha gente que iba a trabajar, subía tanta como la que bajaba, el tren partía igual de lleno y rumoroso que de Huanguelén. Mapis, dos minutos y vamos Recalde, otra vez la parada larga. Esta vez el movimiento de gente era para trasbordar al tren que venía desde General La Madrid por el ramal de Quilcó e Iturregui, para ir a Alvear y Saladillo. Del tren nuestro, el número 6 al de ellos el Nº 8. El nuestro iba por Bolivar y 25 de Mayo, caras nuevas pero igual de lleno. Yo a esta altura, estaba convertido en «la delicia» de mis padres, corría por los pasillos, me bajaba en todas las estaciones, corría por los andenes de las estaciones con mi padre detrás. Todo lo tocaba, siempre quería agua, café, mate o lo que me dieran, iba al baño cada diez minutos, abría las canillas de los lavabos, hacía pipí con el tren parado en las estaciones, porque me habían dicho que en las estaciones no. Cabe explicar que a bordo de esos trenes no había baños químicos como los de ahora, y el inodoro era un tubo de metal que se estrechaba y terminaba con las deposiciones en la tierra, hacer esto con el tren en movimiento no producía mayores inconvenientes, pero el con el tren parado frente a las pulcras estaciones era todo un tema. Pese a toda esa actividad yo seguía aburrido y mis padres no sabían que hacer con el «borrego de m...». Igual era Felicito, el rubiecito lindo del que todos se enamoraban cuando lo veían, aunque el amor luego se consumía tan velozmente como un fósforo. «Nene andá al asiento de tus padres...», mis padres si hubiesen podido también me mandaban de paseo, pero para bien o para mal yo era su hijo, ¡Qué paciencia... pobres viejos!. Paula y Vallimanca, las dos estaciones siguientes, apenas si dos paradas para llegar a Bolivar. Una hora de parada, mientras el tren se estiraba, le agregaban uno o dos vagones de carga, un restaurante y seis o siete vagones más de pasajeros, que vaya a saber desde dónde venían, pero todos indefectiblemente llenos. En Bolivar cambiaba el personal y la máquina. El nuevo guarda en su primera pasada, pedía todos los boletos, y se quedaba con los de los que bajaban en Mariano Unzué, mientras tanto ya el estómago de todos estaba muy vacío y desde los estantes de las valijas bajaban las canastas, los paquetes, las botellas y el olor a ajo de las milanesas y el pollo, todo lo invadía. Aparecía el vino, el pan empezaba a crujir, y todos comían. Algunos, los menos, iban y se pagaban un almuerzo en el coche comedor. Nosotros a veces optábamos por esta solución, pero la verdad es que la comida normalmente era mala y la atención de los empleados mozos de «nuestros ferrocarriles» peor, por lo que la mayoría de las veces nos plegábamos al resto de la tribu del vagón. Hale, Del Valle, Huetel, Agustín Mosconi, Valdés, mitad de camino, aquí la parada era un poco más larga por el cruce con el tren 5, el que hacía el recorrido inverso al que íbamos nosotros, Islas y 25 de Mayo, otra larga parada. Martín Berraondo, Norberto de la Riestra, Pedernales, Ernestina, Elvira, A. Carbone, Lobos y Empalme Lobos, otra larga parada y van..., la última..., porque había muchos trenes que salían y entraban. Después Uribelarrea, sin paradas a Cañuelas, esperar otro rato, ya estamos más cerca, se pasa de largo en todas hasta Temperley. Mientras tanto pasó la hora de la merienda, ésta se tomaba antes de Lobos, con dulce de leche untado en el pan, té con leche, esta última también viajaba. El agua la habían calentado en el coche comedor, donde también pasábamos un rato. Ya aquí yo volvía a ser el «rubiecito lindo», porque cansado me quedaba quieto, aunque de dormir la siesta ni hablar. Temperley, nombre mágico, ya era casi de noche, a juntar y ponerse los puloveres, sacos camperas, empaquetar las revistas, meter los restos de las viandas a las canastas, emprolijar un poco el chiquero de cada uno y a pararse en el pasillo. Por fin Constitución, todos cargados de valijas, a buscar la calle o si se tenía suerte se podía encontrar algún changador libre, que por algunas monedas ponía todo sobre una gran carretilla y salía hasta la calle Hornos donde apretaba paquetes y sus dueños en un taxi. Fin de la aventura, que había comenzado hacía ya lejanísimas doce horas, en una mañana de invierno, podía ser de lunes, miércoles o viernes, la vuelta en el cinco eran los martes, jueves y sábado. ¿Los domingos?. Descanso.

sábado, 15 de septiembre de 2007

Amigos. ¡Amígos!. ¿Amigos?

Vivía de noche. Era imposible verlo de día. Los muchos amigos que le había dado el habito nocturno, que intentaban llegar hasta con el sol bien alto, por más que se la tomaran a golpes con la puerta, se durmiesen sobre el timbre de calle o se cansasen de hacer sonar su teléfono, no recibían respuestas.
Pero bastaba que el sol tocase el horizonte para que José comenzase a mover su cuerpo y pasaba a una vigilia plena. Si el teléfono sonaba lo atendía al primer llamado, la puerta permanecía abierta y quien quisiese ir a verlo solo tenía que entrar a la casa. Después salía, comía algo en un pequeño bar y comenzaba el periplo de todos los días, visitando siete locales nocturnos distintos de los más de treinta de los que era cliente. En algunos tomaba vino, en otros café, en otros nada, pero el alcohol siempre estaba cerca, tanto que cuando comenzaban las primeras luces de la mañana, hora en que volvía a su casa, si no estaba borracho, tenía algunas dificultades en el habla o andaba con paso vacilante. Entraba la casa, cerraba la puerta y hasta la noche no se volvía a saber de él. Que hacía en las horas de luz; un misterio total. A pesar de que nunca se lo veía comprando, a su casa llegaban todos los días los pedidos de vituallas que hacía por teléfono. Así como era su actividad era el. Se vestía siempre con un traje gris manchado por las mil y una noches de su nocturna vida. Al barrio había llegado sin que nadie se diese cuenta. Un día a la vieja casa llegó una camioneta con algunas cosas, los de la mudanza amontonaron unos pocos muebles adentro y tan rápido como habían llegado se fueron. A los tres días llegó José, pocos lo vieron porque llovía. Pero los que notaron su llegada aseguran que tenía el mismo traje gris de siempre, con un impermeable encima, un sombrero y un cigarrillo en la boca. Esa misma noche salió por primera vez y a partir de allí todas las noches, tanto feriados, días de lluvia, nieve, calor o frío. Nada lo detenía. El pelo gris sin brillo, los ojos apagados y el humo del cigarrillo que partía de sus labios y permanecía pegado a su rostro, eran su sello de fábrica. A eso de las nueve de la noche los amigos comenzaban a irse empujados por el dueño de casa que trasponía el umbral y comenzaba, con uno o varios de sus amigos la recorrida nocturna. De todos los que le acompañaban el "blanco" Coqueino era quien más le frecuentaba. Por eso y por otras cosas el sentimiento entre ambos era distinto, era más profundo. Bastaba con que José mirase para que el "blanco" supiese lo que quería, y al revés, cada gesto del "blanco" lo interpretaba José en el acto. Pero así como se conocían en sus aspectos más positivos el "blanco" detectaba las debilidades de José con mucha claridad y sabía que en definitiva era un solitario. Un hombre necesitado de afecto y por eso vulnerable al extremo. Las pocas veces que alguna mujer integraba la comitiva de José, había sido antes amiga del "blanco". Todas esas pequeñas cosas no hacían más hacer a José cada vez más dependiente de su amigo y sólo éste, alguna vez había podido traspasar la puerta de la casa de la calle Mariuci a la hora del sol. Los silencios de José eran complementados por la siempre expansiva forma de ser de su amigo, y cuando José hablaba con su voz suave y aguardentosa callaba el "blanco". Sin embargo esta amistad que satisfacía a ambos comenzó a dejar improntas y ofensas en el resto de quienes le acompañaban en sus recorridos y de a uno fueron dejando de frecuentar las nocturnas rondas y lentamente también espaciaron sus visitas de entre las seis y las nueve a la calle Mariuci. Nadie podía dudar de la sexualidad de ambos, pues demostraciones de su interés en las mujeres había habido en cantidades, pero miradas cargadas de significado primero, comentarios en voz baja mas tarde y tertulias donde a veces se formaban corrillos comenzaron a poner en duda las inclinaciones de ambos, dándole el rol de pasivo a José. Nada estaba tan lejos de la realidad, pero los desplantes egoístas del "blanco" y la silenciosa aceptación de José fueron limpiando el horizonte de amigos. Un día tanta amistad comenzó a desgastar a ambos y de pronto una gran pelea en medio de una de sus habituales recorridos, terminó con ambos yéndose por su cuenta a sus casas. De golpe José se encontró solo. El teléfono dejó de sonar, por la puerta abierta sólo ingresaba el aire, de todas formas al la noche siguiente inició su recorrido habitual en soledad. Pero rápidamente esa soledad se hizo más opresiva, más sobrecogedora y la única compañía que lograba era un vaso de vino tras otro, un vaso de whisky tras otro. El regreso a casa fue muy penoso y más tempranero, pero tan penoso que cayó al piso dos cuadras antes de llegar y allí se quedó dormido de inmediato en la húmeda y fría soledad de la calle, hasta que alguien lo vio y llamó una ambulancia que cargó los despojos de José hasta el hospital. Cuando por fin despertó, casi dos días después de haber ingresado se encontró con una ventana con luz a su derecha, el estómago muy vacío, tenía mucho hambre, le dolía la cabeza y mucha sed. A pesar del silencio se dio cuenta que no estaba solo, en un rincón Carlina, una de las mujeres que a veces acompañaban al grupo, que sin embargo nunca había demostrado particular afecto por José, que fue la única que, enterada de la desgracia que perseguía al noctámbulo, se acercó para brindarle su apoyo. Cuando por fin pudo hablar y preguntar que es lo que pasaba, Carlina acercó la silla a la cama y con paciencia y dulzura le fue contando de su última gira. La conversación atrapó tanto a José como a Carlina. Cuando llegó la enfermera con la medicación de la hora una gruesa atadura de afecto unía a las dos almas. El regreso a casa los encontró juntos. Y las cosas empezaron a cambiar. Primero la casa comenzó a perder el eterno olor a pucho apagado, platos ceniceros y vasos que siempre estaban desparramados por todos los rincones comenzaron a estar en su lugar. José comenzó a aparecer de día y lentamente el aspecto gris y apagado comenzó a dejar paso a un rostro iluminado y Carlina estaba siempre cerca. Los amigos de tantas rondas, también de tanto en tanto se le acercaban, pero la mujer se encargaba de hacerlos retroceder y cada vez más la figura de la pareja comenzó a ser habitual y casi como una consecuencia lógica, de esta amistad surgió el amor. La revelación para ambos llegó un día en que se encontraban en la casa de Mariuci al 300, discutiendo amablemente sobre la mejor salsa para una raviolada para el otro día, cuando un gran silencio se hizo entre ambos. De pronto comenzaron a mirarse a los ojos. La mirada se hizo profunda, los rostros se acercaron y los labios apenas se rozaron, mandando electricidad del amor hasta lo más profundo. Después de este primer ligero roce el beso se convirtió en un largo y dulce olvido.... A partir de allí lejos quedaron el "blanco", las recorridas nocturnas y todos los días era habitual ver a José caminando bajo el sol, sin el traje gris, sin el pucho en la boca y en su reemplazo había una sonrisa y un rostro con los colores del sol enmarcando su saludable y novedoso ser y al lado la iluminada Carlina acompañaba sus pasos tomándole del brazo.

jueves, 13 de septiembre de 2007

El fuego de la mañana helada

Me voy a levantar a prender el fuego,- dijo esa mañana, como casi todas las mañanas de su vida Don Pedro que a los 78 años, no podía dejar atrás la costumbre adquirida en su larga existencia de campesino dedicada al trabajo duro, de ser el primero en levantarse, como le correspondía como jefe de familia. Las cuatro marcaba el reloj despertador, que por supuesto no alcanzó a lanzar su desacompasado y odioso grito, ya que el hombre desde hacía mucho con un golpe de su callosa mano, lo silenciaba antes. Rosa, tan acostumbrada a la rutina como su compañero de cincuenta años, tres menor que él, entre soñolienta y malhumorada le recordó, - viejo no te olvidés de poner la olla para hacer el puchero-. El frío piso de baldosas, le inyectó a Pedro esa sensación lacerante de todos los inviernos de los pies a las rodillas, que le saludó tras sentarse en el borde del lecho. La ropa de dormir aún calentita, como siempre, le invitaba a un largo bostezo y a estirarse para sacudir la pereza de la vigilia recién adquirida. Las pantuflas forradas con cuero de oveja, que se puso antes de pararse, la única concesión a su consideración de que tener frío "es cosa de mariquitas". Rápidamente se enfundó en su raído salto de cama, abrió la puerta del dormitorio que daba al corredor de la larga casa, caminó los 30 metros que lo separaban del baño, después de vaciar su cargada vejiga, fue hasta la bomba, pisando la crujiente helada, se lavó la cara las manos, llenó el balde con agua, ingresó a la cocina, ubicada en una punta del cuerpo principal de la casa, dejó el balde sobre la mesada al lado de la pileta de lavado. Tomó la vieja lámpara de kerosene, la encendió con movimientos maquinales aprendidos de tantos años de moverse en la más absoluta de las oscuridades, esperó que la luz tomara firmeza para regular su altura, de manera de no tiznar el vidrio. Enseguida, sacó el cenicero de la cocina de leña, vació su contenido en el balde especialmente ubicado debajo de la mesada de cemento para ese fin, de abajo de la cocina, corrió hacia afuera un viejo cajón de álamo, con finas ramas apoyadas encima de troncos más gruesos, ya preparados desde la tarde-noche anterior, para hacer la operación más sencilla. Papel de diario hecho un bollito ingresó primero al hornillo, enseguida las ramas y hojarasca, un segundo fósforo, puso en marcha el segundo fuego de la mañana. Las llamas comenzaron a crecer casi enseguida y la Istilart Nº 2 comenzó el lento proceso de generar calor. Con el balde de agua fresca llenó el depósito de la cocina, una pava grande, otra más chica, de un armario sacó la olla del puchero, le vació el agua que quedaba, revisó nuevamente el fuego de la cocina, le agregó leñas mas gruesas, se quedó observando unos instantes, volvió a cerrar la pequeña puerta, mientras el fuego tomaba más cuerpo, señalando esa circunstancia con el inconfundible crepitar de la madera que se enciende. La gran habitación central del hogar comenzó a entibiarse y se concedió el gusto de colocar las manos cerca de la plancha, para combatir el frío que comenzaba a calar profundo. Salió al corredor, retornó a la habitación para vestirse, encendió una pequeña vela, tomó la ropa de una silla, se sacó rápidamente el salto de cama y el pijama y más rápido aún comenzó a abrigarse con la ropa de trabajo que usaría durante el día... - Viejo. ¿Que hacés?. - Me estoy levantando para prender el fuego. - Pero Pedro acostate de nuevo es muy temprano, ya no estamos más en la chacra y nuestra cocina es de gas, tenemos el calefactor prendido y tus hijos están en el campo trabajando. Recién entonces se dio cuenta de que había estado soñando, que la mente le había jugado traicioneramente y que inútilmente pretendía ponerlo en movimiento sin tener ninguna necesidad para ello. Con una sonrisa se acostó de nuevo, y hasta que el sueño lo volvió a vencer estuvo ponderando aquellas viejas épocas, donde sobre la plancha de la cocina, siempre había una pava con agua caliente, el depósito debía ser rellenado cada tanto, el proceso de crear el clima agradable de la cocina ocupaba un largo rato y que para salir temprano, había que anticiparse dos horas a la señalada, para dejar todo en marcha. Recordó también el trabajo que siempre le dieron sus hijos para sacarlos de la cama y ponerlos en viaje a la escuela, o hacerlos hachar leña, o lograr que le sequen los platos a la madre. Hoy sin embargo mientras el sopor le invadía, se sintió feliz de que ellos hubiesen tomado la posta, de que le hubiesen casi obligado a vivir en el pueblo, de que su pequeña casa fuese un lugar tan acogedor y de que podía sin embargo trabajar junto a sus hijos, aunque las obligaciones ahora no eran tan estrictas, ni los horarios debían ser cumplidos tan puntillosamente. Hoy sin embargo mientras el sopor le invadía se sintió feliz de que ellos hubiesen tomado la posta y casi lo obligaron a vivir en el pueblo, de que su pequeña casa fuese un lugar tan acogedor y podía sin embargo trabajar junto a sus hijos, aunque las obligaciones ahora no eran tan estrictas, ni los horarios debían ser cumplidos puntillosamente.> Se acordó también de que para mantener fresca la leche, había que meterla en el pozo del molino, ya que las heladeras eran un cuento de la ciudad, imposibles de adaptar al campo. Sonrió al evocar a su hijo menor, quien traviesamente insistía en volcar ollas con leche dentro del agua que las mantenía frescas, cuando el truco del pozo era reemplazado por lo segundo.> Como si fuera una película, pasaban por su cabeza las imágnes cuando corría a su incansable hijo mejor, todo un especialista en estar en posición adelantada. Revivió lo que esto significaba mientras una sonrisa se dibujaba en su cara llena de marcas. Esa sonrisa fue dando lugar al sueño, los pensamientos comenzaron a confundirse y siguió durmiendo plácidamente...

miércoles, 12 de septiembre de 2007

Con la boca abierta

Uno de los pasatiempos preferidos en la redacción es el mate, dos veces por día, suele ser el principal protagonista de los momentos de ocio, donde se suele divagar mucho y mentir más aún. Nadie, a diferencia de otros lugares de trabajo, sale corriendo de la ronda en el caso de que aparezca el patrón; se lo invita a compartir la infusión. Además hay una cláusula no escrita del contrato laboral, que expresa que en esos momentos, de trabajo no se habla. Aunque algunos, que nada hacen el resto del tiempo, a veces se les ocurre ponerse a traer alguna pavada que puede reportar algunos miles de pesos. De modo que en esos pocos minutos en los cuales todos están distendidos, casi nada altera la rutina. Sin embargo el viernes 3 de octubre de 2003, acaso por única vez en la historia, la rutina tuvo un abrupto y descomunal cambio cuando recién el mate estaba tomando sabor. Todos encontraron de pronto algo que hacer con súbita e insólita urgencia. Por eso el mate quedó olvidado. El que cebaba dejó caer la pava sobre la mesa, aunque un maniático del orden que apareció un rato más tarde a los gritos reclamaba saber quien era la responsabilidad de “tanto desorden”. Nadie, como es habitual en estos casos, se dignó a responder ni a asumir su “pecado”, ya que todos, tanto el personal femenino como el masculino, estos con muchas más razones para la indiferencia, estaban decididamente con su mente en otra cosa y no era para menos. La rueda de mate había encontrado un final anticipado luego del siguiente diálogo. - Mirá: ¡esa es Cecilia Milone!. Dijo uno, de los más cholulos. No que va a ser. Respondió uno de los más escépticos. Si es. Apuntó un tercero con el mate en la mano y la boca abierta Y era nomás. Venía a buscar un foto de Isidoro Suárez.. Cuando subió las escaleras acompañada de uno de los miembros del staff, el resto pareció transportarse al piso superior por un invisible ascensor. Todos se sentaron en sus lugares, pero en vez de mirar las pantallas de los monitores, observaban a la mujer alta, morocha de ojos vivaces y profundos, vestida con un pantalón jean y una sencilla camisa y la cara lavada. Obviamente todos querían encontrar la dichosa foto del héroe de Junín, pero nadie tenía ni la lucidez ni la inteligencia para recordar donde se podía encontrar una de las cientos de fotos que hay en cuanto archivo que se precie de tal. En la redacción nadie es baboso, pero ese día de haber habido alguien que vendiese servilletas y manteles, se hubiese hecho su agosto en octubre. Cuando al fin alguien pudo cerrar la boca para articular alguna palabra, le sugirió a la actriz y cantante debía posar para una foto. Esperá que me maquillo. Fue su respuesta y minutos después posó para varios disparos del flash y se fue con las manos vacías pero con la promesa de que el fotógrafo la retrataría ante el monumento que recuerda a don Isidoro en la plaza San Martín. Mientras permaneció en la redacción uno le pidió un autógrafo, otro que al fin pudo obligar a sus músculos a obedecerle, le pidió una nota y mientras que otros encontraron que tenían el pelo desprolijo, el cuello de la camisa desparejo, hasta que, así tan mágicamente como había entrado, Cecilia Milone se fue. De tal forma que cuando llegaron los “amables” recordatorios de que el mate no había sido guardado nadie escuchaba, ni lo hubiese hecho tampoco, si los gritos hubiesen sido dados con un sistema de amplificadores. Secuelas quedaron, hubo que escuchar el disco que obsequió durante más de una semana, todos los días a toda hora a pleno volumen, hasta que al fin, la distancia, que todo lo cura hizo su parte para que todos recordasen que había que trabajar.

martes, 11 de septiembre de 2007

Adelita

Adelita era la tercera de doce hermanas. De chiquita fue las más vivaz de la familia de Adela, que esperando un varón de Ramiro, su marido, no tenía nombre elegido y que mejor, para pensar menos, que ponerle Adela y a partir de allí el Adelita le quedó pegado para siempre. Hasta el cura del pueblo al bautizarla lo hizo con el nombre en diminutivo. Adela criada en los más estrictos cánones de la iglesia, no sabía de anticoncepción ni de regulación familiar, sino que simplemente cuando quedaba embarazada, decía con resignación «es la vida que viene». Adelita ya antes de caminar hizo gala de un carácter singular, pues tozuda como ella sola podía serlo, cuando se le metía algo debajo del pelo no dejaba de intentar hasta lograrlo. Con sus llantos pedía como cualquier bebé su comida, que le cambien los pañales o de pronto que le den bolilla. En un hogar de muy pocos recursos a veces la comida eran unas migas y más cuando Adela quedó embarazada y de su cuarta hija Josefina, Adelita sólo tenía cuatro meses. Ramiro, como en todos los casos anteriores pretendía que fuera un José. Las cosas se pusieron muy difíciles para todos. Porque los cinco eran muchos para el duro y mal remunerado trabajo de Ramiro. Además el embarazo por Josefina requirió de muchos cuidados, y Cecilia y Carmen las dos mayores, vivían alternativamente con una enfermedad a cuestas, gripe, sarampión, varicela, resfríos etc. En consecuencia la tozudez de Adelita y su salud sin mengua, se toparon con las pocas posibilidades de Adela para complacerla y como para que las cosas no se salieran de su cauce, muy temprano comenzaron a llegar los chirlos en la cola de Adelita «Para que aprenda» se justificaba la madre. Para cuando cumplió cuatro años, había en la familia tres hermanas más y cada vez que entre hermanas se producía un tumulto Adelita estaba en medio de el y los castigos que empezaron muy temprano en su vida, cada vez se pusieron más duros, pero poseedora de una carácter indomable, rápidamente superaba el dolor del castigo para meterse en otro... y otro... y otro entuerto más y en consecuencia hasta cuatro palizas por día recibía el cuerpecito de la niña, que además de tozuda, era inteligente y asimilaba las pocas cosas positivas que le ofrecía la vida con mucha más rapidez que el resto de sus hermanas. En la escuela, sus maestros se admiraban de esa precocidad pero también se toparon con las dificultades de su carácter aguerrido. «Ustedes», decía Adela a las maestras, «si se rebela le dan sin asco». Horas en un rincón, orejas de burro por mal comportamiento, plantones en la dirección, coscorrones y muy buenas notas signaron el paso de Adelita por la primaria. Morocha, de ojos grandes y profundos, la belleza también le llegó como una bendición del cielo. A los doce años ya los chicos más grandecitos la miraban con arrobo. Pronto amigoviaba con uno para saltar a otro, sin mucha fijeza ni determinación ya que candidatos no le faltaban. Terminado el primer ciclo de aprendizaje y crecimiento los castigos físicos casi desaparecieron, pero seguían los otros, a la cama sin comer, sin salir por tres días, a asear la pieza que relucía, a limpiar la cola de la beba que estaba en turno, eran los sucedáneos de las palmadas..., pero le dolían más. Cuando en la familia había diálogo, Adelita callaba, cuando preguntaba, no había respuesta y cuando buscaba refugio bajo la mano protectora, siempre había alguien con el turno sacado con antelación. A los quince de Adelita llegó él, con diecinueve años y aires de ganador; era Andrés. Un ganador y un espíritu libre e indómito produjeron chisporroteos casi enseguida y como si estuviera signado llegó entre ambos el amor. Pero claro, a Ramiro y Adela, la cosa les gustó poco, «es un chico muy grande», «es un vago», «no trabaja», «le pegó a las novias anteriores», «no te conviene», «dejalo». Pero Adelita creía saber mejor, en casa había poco para comer, trabajo no sobraba, que le pegase el novio, no se iba a comparar con lo que siempre recibió en casa, y lo de la conveniencia «dejame decidirlo a mí, mamá». «Pero mocosa no te pego porque sos una señorita. No seas contestona y mala». El romance siguió contra viento y marea, pero un día Adelita, desairada por un desplante de Andrés, huyó de casa en una tarde de lluvia.»¿Dónde se metió la mocosa?». «Pero mirá que hacernos esto a nosotros que le dimos todo» se preguntó y se condolió, Adela.»La voy a moler a palos», afirmó Ramiro. Pero no hubo palos ni nada, porque cuando la encontraron estaba caída en la plaza, pasada de pastillas, exánime, casi fría. La corrida hasta el hospital, los médicos que hicieron más de lo posible le devolvieron a la vida física a esa niña incomprendida. Cuando por fin pudo volver a casa débil, y con muy mal semblante sus ojos habían perdido la chispa que siempre la caracterizó, el espíritu indómito y contestatario había desaparecido. Andrés se desvivía por tener a la novia que una vez tuvo, mamá decía «esta loca. Hay que arreglarle la cabeza». Aunque nada hizo para cambiar las cosas y menos intentar comprender a alguien a quien nunca comprendió. Pero no había nada que hacerle, Adelita no se rebelaba más, no daba trabajo, sonreía maquinalmente, «si mamá, si papá. Ya voy, ya vengo». Comía muy poco y lo poco que comía lo vomitaba, estaba cada día más flaca, Andrés aquel vago enamorado y sin trabajo no tenía muchas posibilidades de ayudarle y lenta muy lentamente, Adelita empezó a apagarse cada día, las chispitas de su alegría casi no existían. Una mañana de setiembre la cama de Adelita apareció vacía, y la historia de la primera desaparición en parte se repitió, pero cuando por fin la encontraron, estaba acostada a pocos metros de la casa en el césped de la plaza, abrazada a su preferido osito de raída felpa roja. En sus ojos no había más nada, en sus labios estaba la sonrisa de siempre, pero se había ido de su cuerpo la vida que hacía tan poco le había sido donada.

Simplemente volar...

Domar el viento, jinetear las nubes, desplegar las alas, planear como un cóndor, ser un pájaro o... simplemente volar. Volar en el más literal y absoluto sentido de la palabra. Nada más ni nada menos que eso. Sentir que la tierra no está más debajo de los pies, pensar en estar más arriba que un gorrión, reírse de las tontas gallinas que tienen alas y apenas si vuelan, pensar que estas representan un fiel destinatario de aquello que "Dios le da pan al que no tiene dientes". Saber que el hombre no tiene alas, pero tiene vuelo, que está irremisiblemente pegado a sus pies, pero despega. Sentir miedo y al mismo tiempo estar excitado, transportado por la increíble sensación de volar. Acaso este descubrimiento no sea nuevo, es como enlazarse en un íntimo vuelo con una mujer por primera vez. Es la primera vez para los protagonistas, pero no es la primera vez para un humano y tampoco será la última y las palabras..., las tontas palabras, no reflejan el exacto sentido de las sensaciones que se sienten en el alma. De esa forma hay que entender que volar es más que uno, es estar fuera del medio natural, es sentir que esa cáscara de madera y plástico está en el aire, sin motor, sin cadenas, sin ataduras. Sometido a los caprichos de una térmica ascendente que sube y sube y uno asciende con ella, que de pronto el planeador se inclina y que el suelo parece venirse hacia el aparato a mucha velocidad, pero las alas que de pronto me crecieron hacen su trabajo y el pequeño juguete del viento sigue estando allí, bien arriba. Abajo, el Polo Club, la cancha de golf del Aero, el verde de la cancha de Deportivo Sarmiento, más allá Blanco y Negro, y debajo toda la ciudad, inmóvil y sin ruido, un pequeño, un muy pequeño caserío. El sol que pica en la cabina y el viento, el único sonido exterior, los instrumentos dicen que se sube más allá de los 500 metros, que la velocidad del aparato es un poco más de ochenta kilómetros, y que el bastón de mandos se mueve entre las piernas llevado de la mano del piloto. El miedo despacio se va, dan ganas de volar y volar, de quedarse arriba, de intentar la hazaña de Icaro de ir a buscar el sol, pero el vuelo tiene límites, los límites muy precisos de un aparato creado por el hombre que pese a su libertad, está atado a esa térmica que sube, pero que lentamente se enfriará y dejará de empujar. También está el tiempo del reloj y aquellos que debajo quieren seguir los pasos, o los aleteos que emprendí hace apenas media hora, apenas si un pequeño instante en la vida, apenas un mínimo instante en los tiempos absolutos. Pero hay que bajar, aunque antes, y aunque suene a perogrullada, hubo que subir. Subir atado a un cordón umbilical de cuarenta metros de largo, detrás de un Ranquel de 180 caballos de fuerza, que levanta vuelo después que su bebé dejó el pasto de la pista del Aeroclub. Enseguida juntos se elevan, hasta que un palancazo desde dentro del planeador corta el nexo con el motor de la avioneta de remolque y el hasta entonces indefenso bebé queda suspendido en el aire. El ruido del viento, la sensación de estar en la nada y la creciente confianza que hace pensar "ahora me animo", pero el pensamiento salió en voz alta. "Agarrá el timón, tiralo para atrás, para que baje la velocidad..., ahora correlo a la derecha y apretá el pedal derecho a fondo..., ahora centrá el aparato volviendo el timón a la izquierda..., ahora nivelá apretando el pedal izquierdo...". El avión no se cae, no sabe que mis manos no saben nada de vuelos, no saben que Marcelo Rico el instructor dejó los mandos en libertad y los domina con las instrucciones que me da. Enderezado el aparato, otra vez la misma secuencia de órdenes y otro viraje escarpado, según me enteré después, y el avión es mío, por un instante, es mío y de nadie más, mío es el viento, mío... hasta que la voz a mis espaldas dice, "dejame a mí que ahora vamos a bajar" y compruebo que el avión no es mío, ni de él, el avión no es del aire, el avión es de la tierra, que lo recibe alborozada, como al hijo pródigo, que hace apenas unos instantes había dejado en libertad, para luego reclamarle su regreso, no sea cosa de que el sol lo queme, como quemó las plumas del Icaro.

!No lo pudieron matar!

¡No lo pudieron matar!. ¿Quién dijo que el Almacén El Caburé no está más?. Si la foto no miente, allí está orgulloso paradito siempre en Ombú desde el día que lo construyeron en 1910 junto a mi casa y frente a la estación. El viejo surtidor de nafta a con su bomba de mano sigue entregando su combustible para quien lo quiera comprar. Allí debajo de la dura piedra, escondido está el tanque que contiene el líquido. Detrás de la puerta está su viejo mostrador, está el almacenero vendiendo, los parroquianos que en el alto diario de sus tareas se pegan a la copa de vino. Entre todos van construyendo el futuro, van desgranando lo mejor para el país, traen noticias y se anotician de lo que no saben. El pan, las conservas, los fideos, se siguen amontonando sobre el mostrador y don Cacho con su letra prolija le va agregando cada artículo a la boleta que ha prestando su blanca cara a la tinta para que nada quede olvidado. Se suman, un recado, un cinchón, cuatro bulones, una botella de ácido para soldar, un rollo de alambre, tres kilos de harina, el repuesto para el molino... No falta nada está todo, al final el número redondito disimula los tres vinos, total entre tanta cosa quien se va a dar cuenta que hay tres pesos de un artículo que nadie compró. La correspondencia que hace un rato que llegó, se suma a la caja y las bolsas que en las manos del capataz salen llenas hasta el sulky. El noble tordillo espera impaciente la hora de volver a su potrero para pastar. Todo acomodado, el sol en el horizonte avisando que el día se va, pero aún hay tiempo para la última mentira y el último trago, que de último tiene el nombre porque van a seguir varios más, total la mentira no tiene tiempo ni apuro, está allí para quien la quiera oír y quien la quiera contar ¿Qué lo demolieron?. ¡Mentira!. Si la foto no miente, allí está. No ves la puerta sin tranca, la pared a la que le falta la pintura, está todo. Si allí están Margarita con sus alumnos, Amelia con su muñecas y yo con mi autito de juguete. ¡No estoy loco!. ¿No lo ves?. Es el almacén el Caburé, no estuvieron ni Francia ni Sueldo con la masa en la mano tirando ladrillo por ladrillo en el 69, allí está paradito la foto no miente ese es el Almacén El Caburé. ¿No ves que no lo pudieron matar?.