martes, 11 de septiembre de 2007

Adelita

Adelita era la tercera de doce hermanas. De chiquita fue las más vivaz de la familia de Adela, que esperando un varón de Ramiro, su marido, no tenía nombre elegido y que mejor, para pensar menos, que ponerle Adela y a partir de allí el Adelita le quedó pegado para siempre. Hasta el cura del pueblo al bautizarla lo hizo con el nombre en diminutivo. Adela criada en los más estrictos cánones de la iglesia, no sabía de anticoncepción ni de regulación familiar, sino que simplemente cuando quedaba embarazada, decía con resignación «es la vida que viene». Adelita ya antes de caminar hizo gala de un carácter singular, pues tozuda como ella sola podía serlo, cuando se le metía algo debajo del pelo no dejaba de intentar hasta lograrlo. Con sus llantos pedía como cualquier bebé su comida, que le cambien los pañales o de pronto que le den bolilla. En un hogar de muy pocos recursos a veces la comida eran unas migas y más cuando Adela quedó embarazada y de su cuarta hija Josefina, Adelita sólo tenía cuatro meses. Ramiro, como en todos los casos anteriores pretendía que fuera un José. Las cosas se pusieron muy difíciles para todos. Porque los cinco eran muchos para el duro y mal remunerado trabajo de Ramiro. Además el embarazo por Josefina requirió de muchos cuidados, y Cecilia y Carmen las dos mayores, vivían alternativamente con una enfermedad a cuestas, gripe, sarampión, varicela, resfríos etc. En consecuencia la tozudez de Adelita y su salud sin mengua, se toparon con las pocas posibilidades de Adela para complacerla y como para que las cosas no se salieran de su cauce, muy temprano comenzaron a llegar los chirlos en la cola de Adelita «Para que aprenda» se justificaba la madre. Para cuando cumplió cuatro años, había en la familia tres hermanas más y cada vez que entre hermanas se producía un tumulto Adelita estaba en medio de el y los castigos que empezaron muy temprano en su vida, cada vez se pusieron más duros, pero poseedora de una carácter indomable, rápidamente superaba el dolor del castigo para meterse en otro... y otro... y otro entuerto más y en consecuencia hasta cuatro palizas por día recibía el cuerpecito de la niña, que además de tozuda, era inteligente y asimilaba las pocas cosas positivas que le ofrecía la vida con mucha más rapidez que el resto de sus hermanas. En la escuela, sus maestros se admiraban de esa precocidad pero también se toparon con las dificultades de su carácter aguerrido. «Ustedes», decía Adela a las maestras, «si se rebela le dan sin asco». Horas en un rincón, orejas de burro por mal comportamiento, plantones en la dirección, coscorrones y muy buenas notas signaron el paso de Adelita por la primaria. Morocha, de ojos grandes y profundos, la belleza también le llegó como una bendición del cielo. A los doce años ya los chicos más grandecitos la miraban con arrobo. Pronto amigoviaba con uno para saltar a otro, sin mucha fijeza ni determinación ya que candidatos no le faltaban. Terminado el primer ciclo de aprendizaje y crecimiento los castigos físicos casi desaparecieron, pero seguían los otros, a la cama sin comer, sin salir por tres días, a asear la pieza que relucía, a limpiar la cola de la beba que estaba en turno, eran los sucedáneos de las palmadas..., pero le dolían más. Cuando en la familia había diálogo, Adelita callaba, cuando preguntaba, no había respuesta y cuando buscaba refugio bajo la mano protectora, siempre había alguien con el turno sacado con antelación. A los quince de Adelita llegó él, con diecinueve años y aires de ganador; era Andrés. Un ganador y un espíritu libre e indómito produjeron chisporroteos casi enseguida y como si estuviera signado llegó entre ambos el amor. Pero claro, a Ramiro y Adela, la cosa les gustó poco, «es un chico muy grande», «es un vago», «no trabaja», «le pegó a las novias anteriores», «no te conviene», «dejalo». Pero Adelita creía saber mejor, en casa había poco para comer, trabajo no sobraba, que le pegase el novio, no se iba a comparar con lo que siempre recibió en casa, y lo de la conveniencia «dejame decidirlo a mí, mamá». «Pero mocosa no te pego porque sos una señorita. No seas contestona y mala». El romance siguió contra viento y marea, pero un día Adelita, desairada por un desplante de Andrés, huyó de casa en una tarde de lluvia.»¿Dónde se metió la mocosa?». «Pero mirá que hacernos esto a nosotros que le dimos todo» se preguntó y se condolió, Adela.»La voy a moler a palos», afirmó Ramiro. Pero no hubo palos ni nada, porque cuando la encontraron estaba caída en la plaza, pasada de pastillas, exánime, casi fría. La corrida hasta el hospital, los médicos que hicieron más de lo posible le devolvieron a la vida física a esa niña incomprendida. Cuando por fin pudo volver a casa débil, y con muy mal semblante sus ojos habían perdido la chispa que siempre la caracterizó, el espíritu indómito y contestatario había desaparecido. Andrés se desvivía por tener a la novia que una vez tuvo, mamá decía «esta loca. Hay que arreglarle la cabeza». Aunque nada hizo para cambiar las cosas y menos intentar comprender a alguien a quien nunca comprendió. Pero no había nada que hacerle, Adelita no se rebelaba más, no daba trabajo, sonreía maquinalmente, «si mamá, si papá. Ya voy, ya vengo». Comía muy poco y lo poco que comía lo vomitaba, estaba cada día más flaca, Andrés aquel vago enamorado y sin trabajo no tenía muchas posibilidades de ayudarle y lenta muy lentamente, Adelita empezó a apagarse cada día, las chispitas de su alegría casi no existían. Una mañana de setiembre la cama de Adelita apareció vacía, y la historia de la primera desaparición en parte se repitió, pero cuando por fin la encontraron, estaba acostada a pocos metros de la casa en el césped de la plaza, abrazada a su preferido osito de raída felpa roja. En sus ojos no había más nada, en sus labios estaba la sonrisa de siempre, pero se había ido de su cuerpo la vida que hacía tan poco le había sido donada.

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