Todo lo que quería hacer en mi infancia tenía sabor a
peligro, por lo que a cada una de mis solicitudes para hacer determinadas
cosas, recibía un no o en su defecto, mañana, otro día, más adelante, ahora no
puedo…, en fin todo para sentirme frustrado por no conseguir la aprobación de
los mayores para hacer cosas.
Calculo que sería el otoño de 1956, cuando se estaba
cosechando girasol y la semilla debidamente embolsada se entregaba directamente
en La Oleaginosa de Huanguelén. Las bolsas mucho más livianas que las del
trigo, iban hasta mucha altura en el acoplado y terminaban en lo que se
denominaba pila trilladora, es decir el remate de la carga se asemejaba a
un techo a dos aguas. ¡Qué tentador!
Precisamente por ello junto a Beto, mi gran amigo de la
infancia comenzamos a hinchar que queríamos ir arriba del acoplado, tirado por
el viejo Lanz, enancados en la cumbre en de la carga, para “ayudar” a descargar
en la fábrica.
Esta vez la estrategia de los mayores fue distinta, se
vistió de promesa. Nos dijeron que nos iban a llevar en el último viaje.
Obviamente cada vez que pasaba el tractor y acoplado frente a casa, cargado con
el girasol, nosotros invariablemente preguntábamos si ese era el último
acarreo, ya que no queríamos que la promesa se convirtiese en una nueva
frustración.
Un mediodía, nos anunciaron que ese era el último viaje y
que podíamos ir.
Llegó mi hermano Vito al comando del tractor, paró en la
calle frente a casa, bajó para almorzar y junto a Beto, ya almorzados, nos
trepamos al acoplado. Yo subí primero y corrí por la cumbre de las bolsas, di
un salto para sentarme sobre una de ellas y… se vino la noche.
Lo próximo que recuerdo es que mi padre sacaba el viejo
Ford 40 del garaje, para llevarme al pueblo, cosa que yo no quería, porque
pretendía ir con el tractor.
Que había pasado, apelando a mi memoria tiempo después me
di cuenta que cuando me senté sobre la cumbre de la estiba, me deslicé sin
poder asirme de nada, y caí por el costado del acoplado, desde unos 5 metros de
altura hasta el duro piso de la calle.
Según me contaron, un maquinista del tío Martín Grenada,
un muy buen hombre, que estaba tomando una copa en el almacén El Caburé, cuyas
puertas estaban a 20 metros de las de mi casa, me vio caer, se vino hasta casa,
me alzó en su brazos, le golpeó las puertas a mis padres y me entregó a mis
viejos completamente inmóvil y desmayado.
Mi hermano Vito, con más conocimientos de primeros
auxilios y con mucha más serenidad que el resto de la familia, ordenó que me
acostaran en el piso y me tiró un poco de agua en la cara y de inmediato di
señales de vida.
Hecho esto me cargaron al auto, para llevarme a
Huanguelén, para que me atienda un médico, que sería obviamente el doctor Rosa.
Aquí en el viaje a Huanguelén empecé a tomar conciencia de que estaba muy mal,
vomité un par de veces en el auto mientras mi viejo hacía rugir el motor del
Ford 8 para hacer que los 12 kilómetros que separan a Ombú de Huanguelén sean
los más cortos posible.
Al fin cuando llegamos a Huanguelén yo me había dado cuenta
que algo grave me había pasado, pero no me daba cuenta que era. Meses más
tarde, pude sacudir las telarañas de mi memoria y recordar lo que he relatado.
Una vez en Huanguelén, el médico me recetó algunas cosas
y si mal no recuerdo eso incluía un enema.
Tío Martín y tía Celia nos dieron cobijo en su casa, nos
quedamos mi vieja y yo, por un día o dos, hasta que más o menos me recobré y
volvimos a casa, donde terminé mi recuperación, con la recomendación de que por
unos días no saliese al patio. Eso fue hasta que no aguanté más, tal vez unas
24 horas después comencé a ser normal otra vez, es decir, una verdadera
calamidad inquieto y muy hincha bolas.
Si recuerdo, que la noche que me trajeron de nuevo a
Ombú, llegó a visitarme Margarita Scilironi, la señora de Cacho, el dueño de El
Caburé. Cuando me vio entretenido con un autito de juguete, se mostró muy feliz
y contó que alguien del almacén al verme caer, dijo: “Se mató el pibe de
Meiller”. Afortunadamente, al menos para mí, su diagnóstico fue apresurado, pero el golpe
fue brutal y el estado de inconciencia duró un lapso de tiempo más o menos
importante.
Lo extraño, según mi madre, es que no tenía magullones en
el cuerpo, apenas si un rayón sobre el costado de mi tórax, producto de alguna
tropelía anterior, o tal vez raspado por las bolsas al caer.
Como verán sobreviví de lo contrario no estaría contando
esta contingencia de mi infancia. Más adelante en el tiempo me enteré que una
caída de ese tipo, por más que haya terminado de pie, produce el mismo efecto
que un golpe de KO a un boxeador y por eso no tenía marcas.