lunes, 14 de septiembre de 2009

El “placer” de viajar

El asfalto en el camino es hoy es tan común como puede serlo un ladrillo en una casa, o el pasto en el campo, pero no siempre fue así y no hay que ser muy mayor ni tener un libro de historia en las manos, para enterarse del tema. Más bien el asfalto era algo escaso y lejano, esto si se habla de rutas, ya que las ciudades y pueblos si lo tenían.

A principios de la década del 50 en esta parte del mundo una de las cintas asfaltadas más cercanas estaba en Olavarría. Su comienzo se confundía con el cemento del puente del arroyo Tapalqué y desde allí en adelante, se podía disfrutar de la lisura del camino, aunque tan mala era su construcción que el paso de vehículos provocaba en poco tiempo cuatro gigantescas huellas que actuaban de rieles, a cada lado de los seis metros de asfalto, lo que obligaba a un permanente re pavimentado, de forma tal que ya sea por reparaciones o por las deficiencias apuntadas, no se podía transitar con tranquilidad.

Mucho tampoco importaba ese mal estado, porque los automóviles más veloces llegaban con mucha buena voluntad a tener una velocidad crucero que no excedía demasiado los 60 kilómetros horarios. Daban más velocidad, acaso 100 kilómetros horarios, pero la mecánica no tan desarrollada hacía que estos vehículos fueran muy inestables y sus el caucho de sus ruedas poco fiable, de manera que exceder ciertos límites era muy peligroso, aunque en rigor la velocidad, o el exceso de ella para ser más precisos, siempre es peligrosa.

Pero el tema no es la velocidad, sino más bien lo arcaico y lento que se hacía cualquier viaje, donde por ejemplo un trayecto de 1000 kilómetros debía cubrirse en cuatro días con sus noches de hotel intermedias, hoy esa misma distancia se recorre en una 10 horas.

Desde mi casa y por ferrocarril hay 455 kilómetros, pero que son más porque los caminos no son tan rectos como las vías, entonces ir a Buenos Aires importaba una odisea que abarcaba un día completo, de mucho más de 12 horas.

El viejo Ford modelo 1940 se encendía temprano y el estruendo de un motor de 8 cilindros además de dar sensación de una potencia que no existía, era ruidoso y el calor que de él emanaba era una tortura en verano y nada en invierno, donde el frío era mucho más de lo que se podía esperar, del calor del motor. De forma que ventanillas abiertas y mantas, eran las únicas soluciones para combatir esos dos compañeros de ruta.

Además era necesario tener cualidades de faquir para acomodar los cuerpos sobre incómodos asientos, reducidos por el equipaje que el baúl se negaba a contener, de la mano de escasas dimensiones y suciedad al por mayor.

La cuestión es que todos apretados dentro del habitáculo nos disponíamos a “disfrutar” del viaje, que había que calcular al milímetro, ya que la autonomía de marcha era más bien poca. Había que llenar el tanque de nafta con mucha frecuencia, a veces mucho antes de que fuese necesario porque el siguiente tramo no tenía estaciones de servicio cercanas y cuando no, llevar un bidón lleno por las dudas.

A pesar de salir muy temprano, la hora del almuerzo llegaba pronto, porque nunca dejaba de haber una pinchadura o dos, lo que además provocaba demoras en cada punto de reposte de combustible, para arreglar las ruedas que sucumbían a los clavos ocultos y traicioneramente ubicados debajo del polvo del camino. A veces también las pinchaduras excedían la cantidad de auxilios disponibles, dos por lo general, por lo que había que reparar las pinchaduras. Para ello en el baúl, estaban las barretas de hierro para desarmar las cubiertas y la pequeña fragua y los parches para tapar los agujeros del caucho. Tardar por una pinchadura se tardaba, pero quedarse en la huella jamás.

El polvo del camino también era un compañero de viaje que superaba cualquier intento de pulcritud, de manera que el obligado baño de la noche anterior, se convertía en una cuestión de buena vecindad solamente, porque la tierra se metía por todos lados; en el pelo, las manos, los pies, los labios, los bolsillos, nada, absolutamente nada, quedaba limpio allí dentro.

Cuestión es que la hora del almuerzo coincidía con alguna parada y las opciones eran dos. Llevar la comida y después comer el polvo de los sándwiches de milanesa, o lavarse la cara y las manos, peinarse un poco la tierra del cabello y sentarse a comer en un restorán.

Si se optaba por lo primero, el viaje se reanudaba enseguida, pero si por lo segundo había que hablar de una hora, para comer y otra para la siesta del chofer, mi viejo, que obviamente la necesitaba y mucho.

¿Hasta donde se había llegado en la etapa matutina? Dependía de varios factores. Hora de partida, vicisitudes del camino, pinchaduras, descomposturas de viajeros o motor y el haber acertado el camino correcto, que muchas veces se erraba, ya que señales o flechas eran cosas que casi no existían.

A veces se almorzaba en General La Madrid, otras en Olavarría y las menos, a la vera el Río Salado, un punto siempre señalado como lugar para comer, pero al que se llegaba siempre mucho más tarde, producto de los azares mencionados.

Cuestión es que a pesar de todo, el viaje se realizaba y generalmente las primeras sombras largas coincidían con la llegada a algún punto más poblado del Gran Buenos Aires. Hasta que al final gloriosamente llegábamos a un hotel, donde nos ubicábamos en una o dos habitaciones, dependiendo de la cantidad de miembros de la familia que componían la comitiva.

Todo ha cambiado, las rutas de hoy, muchas veces deficientes, son una maravilla comparadas con aquellas, las velocidades son otras, la reacción de los motores modernos muy superior, el viaje acaso más peligros, por la velocidad, pero mucho menos azaroso que los de entonces.