Trabajar al
sol en verano no suele ser una de esas cosas más placenteras. En general si se
trata de trabajar siempre buscamos lugares cerrados cuando hace mucho calor y
si hay que hacerlo al aire libre en lugares con al menos un poco de sombra,
pero esto no nos libera ni del calor ni de la exposición al sol.
La cuestión
es que días pasados se me ocurrió una reforma, o mejor expresado hacer una
mejora a mi horno de barro. Antes de esta mejora las asaderas las colocaba
sobre pilas de ladrillos que tienen varias contraindicaciones, la principal de
ellas, que son inestables y que se pueden desmoronar y provocar un accidente
poco deseable, a la hora de retirar de su interior lo que se cocina dentro.
Entonces
idee un catre de hierro, sobre patas de modo que sea sólido, seguro y además no
es un elemento que absorba calor del mismo modo que los ladrillos. Así que
manos a la obra.
El sol y los
más de 35 grados pegaban duro, pero encontré el hierro que buscaba en un marco
que nunca se usó, corté el metal, le di la forma deseada. Y sólo me restaba
soldarlas, pero como no tengo la máquina para ese menester, le lleve los
hierros a un herrero que terminó de ensamblar las partes.
Pero lo que
realmente quiero hacer notar de esto, que es una labor de poco fuste, es la
alegría y la felicidad con la que trabajé. Ocurre que los estímulos del sol,
los ruidos de la sierra y de la amoladora me remontaron inconscientemente a mi
infancia adolescencia, cuando trabajaba junto a mi padre en su herrería.
El viejo no
era herrero, era agricultor, pero la mayoría de los arreglos de la maquinaria
se hacía en casa. Había una herrería de construcción muy precaria de una chapas
rojas de un material a base de petróleo supongo, que no atajaban ni el frío ni
el calor, pero que contenía a todo lo necesario, para que la mayoría de las
reparaciones se pudieran hacer en casa, salvo algunas que necesitaban de
herramientas específicas que en allí no había.
Como energía
eléctrica no había, las herramientas como taladros y amoladoras de banco eran
movidas por un motor de explosión, que por medio de un sistema de poleas y
correas proporcionaba la fuerza de trabajo necesaria a cada elemento en
particular.
Además de
ello había un gasógeno para soldadura de autógena, fraguas, amoladoras manuales,
morsas, bigornias, taladros de pecho, e infinidad de martillos, punzones,
cortafierros, llaves de medida y graduables, inglesas y francesas… en fin una
herrería que nada tenía que envidiar a aquellas que se podían encontrar en
pueblos y ciudades en ese entonces.
Nosotros,
digo por los niños que rondábamos la casa, ayudábamos a los mayores, haciendo
girar la manivela de la fragua, o llevando cosas de un lado al otro, o
sosteniendo hierros al rojo con las pinzas respectivas para que mi padre les
diera la forma deseada, entre otras tareas menores.
Eso
generalmente con mucho calor, porque las actividades de la cosecha, las más
intensas del año, corresponden al verano. A pesar de que muchas veces nos
echaban a las patadas del lugar, la mayoría de las veces aceptaban nuestros
buenos oficios aunque en ocasiones molestábamos más de lo que ayudábamos.
Entonces el
calor de estos días y ese pequeño trabajo en el patio de mi casa, me llevaron
sin quererlo a aquella etapa tan feliz de la niñez y a aquel lugar, donde casi
siempre había movimiento y actividad. La transpiración, la temperatura, el
mojarme la cabeza para refrescarme, son todas cosas que hice en este trabajo y
que hacia entonces.
Cuando no
había nadie trabajando en la herrería los chicos nos entreteníamos haciendo
alguna tontería con las herramientas, la preferida utilizar a la bien afilada
trancha (un corta fierro con mango) como si fuese un hacha. Lo que sucedía era
que la herramienta se mellaba y el hierro que intentábamos cortar, tan
campante.
Cuando llegaban
los adultos capitaneados por mi viejo a laburar, y necesitaban la trancha,
ardía Troya, porque había que restarle tiempo al trabajo principal para
calentar, afilar y templar la herramienta en cuestión.
Tiempo feliz
el de mi niñez…
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