jueves, 8 de febrero de 2018

La caída



Todo lo que quería hacer en mi infancia tenía sabor a peligro, por lo que a cada una de mis solicitudes para hacer determinadas cosas, recibía un no o en su defecto, mañana, otro día, más adelante, ahora no puedo…, en fin todo para sentirme frustrado por no conseguir la aprobación de los mayores para hacer cosas.
Calculo que sería el otoño de 1956, cuando se estaba cosechando girasol y la semilla debidamente embolsada se entregaba directamente en La Oleaginosa de Huanguelén. Las bolsas mucho más livianas que las del trigo, iban hasta mucha altura en el acoplado y terminaban en lo que se denominaba pila trilladora, es decir el remate de la carga se asemejaba a un  techo a dos aguas. ¡Qué tentador!
Precisamente por ello junto a Beto, mi gran amigo de la infancia comenzamos a hinchar que queríamos ir arriba del acoplado, tirado por el viejo Lanz, enancados en la cumbre en de la carga, para “ayudar” a descargar en la fábrica.
Esta vez la estrategia de los mayores fue distinta, se vistió de promesa. Nos dijeron que nos iban a llevar en el último viaje. Obviamente cada vez que pasaba el tractor y acoplado frente a casa, cargado con el girasol, nosotros invariablemente preguntábamos si ese era el último acarreo, ya que no queríamos que la promesa se convirtiese en una nueva frustración.
Un mediodía, nos anunciaron que ese era el último viaje y que podíamos ir.
Llegó mi hermano Vito al comando del tractor, paró en la calle frente a casa, bajó para almorzar y junto a Beto, ya almorzados, nos trepamos al acoplado. Yo subí primero y corrí por la cumbre de las bolsas, di un salto para sentarme sobre una de ellas y… se vino la noche.
Lo próximo que recuerdo es que mi padre sacaba el viejo Ford 40 del garaje, para llevarme al pueblo, cosa que yo no quería, porque pretendía ir con el tractor.
Que había pasado, apelando a mi memoria tiempo después me di cuenta que cuando me senté sobre la cumbre de la estiba, me deslicé sin poder asirme de nada, y caí por el costado del acoplado, desde unos 5 metros de altura hasta el duro piso de la calle.
Según me contaron, un maquinista del tío Martín Grenada, un muy buen hombre, que estaba tomando una copa en el almacén El Caburé, cuyas puertas estaban a 20 metros de las de mi casa, me vio caer, se vino hasta casa, me alzó en su brazos, le golpeó las puertas a mis padres y me entregó a mis viejos completamente inmóvil y desmayado.
Mi hermano Vito, con más conocimientos de primeros auxilios y con mucha más serenidad que el resto de la familia, ordenó que me acostaran en el piso y me tiró un poco de agua en la cara y de inmediato di señales de vida.
Hecho esto me cargaron al auto, para llevarme a Huanguelén, para que me atienda un médico, que sería obviamente el doctor Rosa. Aquí en el viaje a Huanguelén empecé a tomar conciencia de que estaba muy mal, vomité un par de veces en el auto mientras mi viejo hacía rugir el motor del Ford 8 para hacer que los 12 kilómetros que separan a Ombú de Huanguelén sean los más cortos posible.
Al fin cuando llegamos a Huanguelén yo me había dado cuenta que algo grave me había pasado, pero no me daba cuenta que era. Meses más tarde, pude sacudir las telarañas de mi memoria y recordar lo que he relatado.
Una vez en Huanguelén, el médico me recetó algunas cosas y si mal no recuerdo eso incluía un enema.
Tío Martín y tía Celia nos dieron cobijo en su casa, nos quedamos mi vieja y yo, por un día o dos, hasta que más o menos me recobré y volvimos a casa, donde terminé mi recuperación, con la recomendación de que por unos días no saliese al patio. Eso fue hasta que no aguanté más, tal vez unas 24 horas después comencé a ser normal otra vez, es decir, una verdadera calamidad inquieto y muy hincha bolas.
Si recuerdo, que la noche que me trajeron de nuevo a Ombú, llegó a visitarme Margarita Scilironi, la señora de Cacho, el dueño de El Caburé. Cuando me vio entretenido con un autito de juguete, se mostró muy feliz y contó que alguien del almacén al verme caer, dijo: “Se mató el pibe de Meiller”. Afortunadamente, al menos para mí,  su diagnóstico fue apresurado, pero el golpe fue brutal y el estado de inconciencia duró un lapso de tiempo más o menos importante.
Lo extraño, según mi madre, es que no tenía magullones en el cuerpo, apenas si un rayón sobre el costado de mi tórax, producto de alguna tropelía anterior, o tal vez raspado por las bolsas al caer.

Como verán sobreviví de lo contrario no estaría contando esta contingencia de mi infancia. Más adelante en el tiempo me enteré que una caída de ese tipo, por más que haya terminado de pie, produce el mismo efecto que un golpe de KO a un boxeador y por eso no tenía marcas.

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