viernes, 28 de diciembre de 2018

Primera parte Un viaje al Norte


Primera parte

Un viaje al Norte

Es muy difícil transmitir en palabras, emociones, sensaciones. Las cosas que llegan al corazón son intangibles e indescriptibles. Sin embargo, a la hora de transmitir, como este caso, lo vivido en un viaje en el que sobraron sensaciones y emociones, se puede llegar a alguna lejana aproximación.
Entonces cabe ir de lo más sentido, a lo más prosaico o ir de un lado a otro, según se vayan recordando sucesos. Subir a un avión y viajar para mi no es algo especialmente placentero, primero porque los lugares asignados para los que nos sentamos en la clase de menor precio no son los más cómodos, más bien son una prueba de lo que uno puede aguantar en un espacio mucho menor al que le deben haber asignado a Mandela en sus largos años de cárcel en Sudáfrica, con la ventaja que el tiempo de vuelo se mide en horas y no en años. Así y todo, déjenme decir que el viaje de ida fue más que incómodo.
Nos tocaron los asientos del medio, de la fila central, de modo que a mi derecha había un pasajero, a mi izquierda Olga y a su lado otro pasajero. El que estaba a mi derecha era un tipo enorme, que debe haber sufrido la estrechez mucho más que yo. Se me ocurrieron algunos pensamientos interesantes en ese período de encierro aéreo.
American, la compañía que nos transportó, hace algún tiempo promocionaba haber sacado asientos de sus aviones para mayor comodidad de sus pasajeros. Se me dio por pensar, que deben haberlos sacado de aviones viejos, para ponerlos en los más modernos, lástima que se olvidaron de su alarde. Tan estrecho es el espacio que te dan, que para tirarse un pedo hay que pedirle al de al lado que se pare, no es por el olor, sino para darle espacio al viento.
Bueno cuestión que luego de 10 horas de estrecheces llegamos a Dallas, primera escala. Se terminaron las estrecheces. Allí todo es inmenso. Caminamos varias cuadras hasta llegar a migraciones, completamos todos los trámites, por medios electrónicos, hasta llegar a un mostrador donde hay un tipo, con cara de pocos amigos, aunque con la amabilidad justa para preguntar a que carajo veníamos a Estados Unidos, donde mierda íbamos a estar y cuando pensábamos volvernos a nuestro país. Cuando las respuestas lo convencieron de que no éramos peligrosos, agarró un sello de goma de esos que se auto entintan y pum, pum. “Adelante, disfruten de su estadía”.
Después a la cinta a esperar por nuestras valijas, y pasar por la aduana, otro tanto de caminata y al fin completamos las formalidades, nos miraron pasar, pero no preguntaron nada, mientras yo rogaba que no nos revisaran las valijas donde llevábamos semillas de zapallitos de tronco y cuatro cajas de pastillas DRF la debilidad de mi cuñado y sin cuya portación no hay alojamiento.
Encontramos al fin un puesto de American y despachamos de nuevo las maletas para que lleguen en el segundo avión, que nos depositaría en Oakland en el área de la Bahía de San Francisco, nuestro destino final.
Ahora a buscar la terminal donde saldría nuestro próximo avión, pensábamos que se terminaban los trámites, pero no, para subir de nuevo, hay que pasar la seguridad. Pusimos el equipaje de mano en el escáner, a mi me saltó que debía pasar por un body scan, por un sistema aleatorio que encendió una luz roja, me tuve que sacar el cinturón, y todo lo que llevaba en el bolsillo, de modo que sosteniendo mis pantalones entré el recinto, y me instruyeron que debía elevar los brazos, con el peligro de que se baje el pantalón. Abrí un poco las piernas y la puta prenda no se cayó, como no tenía nada ni adentro ni afuera seguimos nuestro tour por el gigantesco aeropuerto.
Donde joraca está la terminal a la que tenemos que ir, preguntamos, nos dijeron que subamos a un tren que nos llevaría a la terminal correspondiente. Al fin luego de varias vueltas encontramos la estación y apareció un tren conducido por una computadora, se cerró la puerta tras nuestro, una voz nos dijo que nos agarremos y partimos, después de varias estaciones y maso diez minutos de viaje por dentro del bruto aeropuerto, llegamos a la terminal correcta, pero para llegar a la dársena todavía debimos caminar unos 8 minutos más ayudados por un negro que gentilmente nos acompañó hasta el lugar exacto.
Le dijimos muchas gracias usted ha sido muy amable, pero por carencia de billetes de dólar de pequeña denominación el muchacho se quedó sin propina. Pero bueno lo menciono aquí, espero que lo lea así se entera que estamos muy agradecidos y que si no le dimos propina fue porque no teníamos cambio.
Un café, nos recompuso un poco, nos sentamos en unos sillones cómodos a reflexionar, mientras esperábamos que pasen las tres horas que faltaban para que salga nuestro vuelo. Yo mientras tanto agarré mi celular lo encendí y quería mandar los mensajes whats app a nuestras hijas para decirles que el avión había llegado con nosotros dentro de é
l y con salud.
Después de putear en voz baja un rato logré hacer que tenga algo de vida, llamé a una operadora para que me ilustre sobre el puto roaming, después de darme instrucciones durante lo que pareció una eternidad, el whats app seguía inmune a mis esfuerzos para que ande.
Metí el aparato en el bolsillo después de mirarlo con bronca, y esperamos. Cada vez que había un movimiento en el lugar en que debíamos embarcar, cachaba los petates de mano y preguntaba si nos tocaba entrar. Pero bueno, en el horario que estaba anunciado llegó el aparato de mierda. Primero bajaron los que venían a Dallas, después por grupos nos fueron llamando, hasta que al fin entramos, el asiento estaba unos dos metros antes del timón de cola, pero era más cómodo que el anterior, de modo que las tres horas que nos separaban de Oakland se hicieron más llevaderas. Pudimos ver el Gran Cañón, allá abajo muy lejos pero su silueta es inconfundible.
Volvamos atrás. Mientras subíamos al avión, al pasar por la manga, mi teléfono de pronto cobró vida y empezó a hacer todos los ruidos de mails recibidos, mensaje de texto, facturas impagas, y las respuestas de los mensajes que le había mandado a mis hijas. Me di cuenta de que dentro del edificio no había señal de nada, joder y yo luchando con un teléfono tratando de entender a una operadora, a la que no le entendía su castellano caribeño.
Como dije antes el vuelo salió bueno, mejor que el anterior, que dicho sea de paso cuando sobrevolábamos el Caribe y el Golfo de México se movió como si esquivase misiles. De todas formas, a mí no me preocupó demasiado, fue el único momento en que pude dormir, como si el avión me estuviese acunando.
Pero vayamos para adelante, el cielo de Dallas estaba más que encapotado, así que cuando el avión, un Airbus 320 casi enseguida se metió en las nubes y tras muy pocos minutos encontró el sol que brillaba por encima. Nos desayunaron menos que nada, pero nos dieron algo como para que no nos quejemos.
Después de desear que el vuelo se termine de una vez, al fin el piloto desaceleró los motores y comenzamos el descenso para tocar la pista de Oakland. Bajamos, entramos al aeropuerto y a buscar el bag claim. Siguiendo una cantidad de carteles que indicaban que el lugar estaba más adelante y no llegábamos nunca, Olga protestaba que era muy lejos y los carteles que con su flechita nos hacían seguir adelante. Llegamos al fin y las valijas no aparecían y no aparecían. Después de media hora de estar casi desolados, se me ocurrió preguntar porque nuestras valijas no estaban a alguien que estaba allí.
¿En qué compañía vinieron?
American
Ah no. Este lugar es de South West. El lugar de ustedes está cerca, vengan.
Le seguimos nos sacó del edificio nos dijo, sigan hasta ese puente allí es. Llegamos y estaban en la cinta sólo nuestras valijas aburridas de esperarnos. Cuando ya me empezaba a preocupar porque Roy no estuviese allí para buscarnos, apareció una señora con un cartel que decía Felix y casi al instante corriendo con alegría, Deb, la señora de Roy, que aliviada al vernos nos dijo que creía que habíamos perdido el vuelo y estaba muy preocupada. La señora del cartel era una tía de Deb.
Cuestión es que los cuatro nos subimos a su auto, con valijas y con el alivio de que llegaríamos al fin a nuestro destino en casa de Norma y George.




jueves, 8 de febrero de 2018

La caída



Todo lo que quería hacer en mi infancia tenía sabor a peligro, por lo que a cada una de mis solicitudes para hacer determinadas cosas, recibía un no o en su defecto, mañana, otro día, más adelante, ahora no puedo…, en fin todo para sentirme frustrado por no conseguir la aprobación de los mayores para hacer cosas.
Calculo que sería el otoño de 1956, cuando se estaba cosechando girasol y la semilla debidamente embolsada se entregaba directamente en La Oleaginosa de Huanguelén. Las bolsas mucho más livianas que las del trigo, iban hasta mucha altura en el acoplado y terminaban en lo que se denominaba pila trilladora, es decir el remate de la carga se asemejaba a un  techo a dos aguas. ¡Qué tentador!
Precisamente por ello junto a Beto, mi gran amigo de la infancia comenzamos a hinchar que queríamos ir arriba del acoplado, tirado por el viejo Lanz, enancados en la cumbre en de la carga, para “ayudar” a descargar en la fábrica.
Esta vez la estrategia de los mayores fue distinta, se vistió de promesa. Nos dijeron que nos iban a llevar en el último viaje. Obviamente cada vez que pasaba el tractor y acoplado frente a casa, cargado con el girasol, nosotros invariablemente preguntábamos si ese era el último acarreo, ya que no queríamos que la promesa se convirtiese en una nueva frustración.
Un mediodía, nos anunciaron que ese era el último viaje y que podíamos ir.
Llegó mi hermano Vito al comando del tractor, paró en la calle frente a casa, bajó para almorzar y junto a Beto, ya almorzados, nos trepamos al acoplado. Yo subí primero y corrí por la cumbre de las bolsas, di un salto para sentarme sobre una de ellas y… se vino la noche.
Lo próximo que recuerdo es que mi padre sacaba el viejo Ford 40 del garaje, para llevarme al pueblo, cosa que yo no quería, porque pretendía ir con el tractor.
Que había pasado, apelando a mi memoria tiempo después me di cuenta que cuando me senté sobre la cumbre de la estiba, me deslicé sin poder asirme de nada, y caí por el costado del acoplado, desde unos 5 metros de altura hasta el duro piso de la calle.
Según me contaron, un maquinista del tío Martín Grenada, un muy buen hombre, que estaba tomando una copa en el almacén El Caburé, cuyas puertas estaban a 20 metros de las de mi casa, me vio caer, se vino hasta casa, me alzó en su brazos, le golpeó las puertas a mis padres y me entregó a mis viejos completamente inmóvil y desmayado.
Mi hermano Vito, con más conocimientos de primeros auxilios y con mucha más serenidad que el resto de la familia, ordenó que me acostaran en el piso y me tiró un poco de agua en la cara y de inmediato di señales de vida.
Hecho esto me cargaron al auto, para llevarme a Huanguelén, para que me atienda un médico, que sería obviamente el doctor Rosa. Aquí en el viaje a Huanguelén empecé a tomar conciencia de que estaba muy mal, vomité un par de veces en el auto mientras mi viejo hacía rugir el motor del Ford 8 para hacer que los 12 kilómetros que separan a Ombú de Huanguelén sean los más cortos posible.
Al fin cuando llegamos a Huanguelén yo me había dado cuenta que algo grave me había pasado, pero no me daba cuenta que era. Meses más tarde, pude sacudir las telarañas de mi memoria y recordar lo que he relatado.
Una vez en Huanguelén, el médico me recetó algunas cosas y si mal no recuerdo eso incluía un enema.
Tío Martín y tía Celia nos dieron cobijo en su casa, nos quedamos mi vieja y yo, por un día o dos, hasta que más o menos me recobré y volvimos a casa, donde terminé mi recuperación, con la recomendación de que por unos días no saliese al patio. Eso fue hasta que no aguanté más, tal vez unas 24 horas después comencé a ser normal otra vez, es decir, una verdadera calamidad inquieto y muy hincha bolas.
Si recuerdo, que la noche que me trajeron de nuevo a Ombú, llegó a visitarme Margarita Scilironi, la señora de Cacho, el dueño de El Caburé. Cuando me vio entretenido con un autito de juguete, se mostró muy feliz y contó que alguien del almacén al verme caer, dijo: “Se mató el pibe de Meiller”. Afortunadamente, al menos para mí,  su diagnóstico fue apresurado, pero el golpe fue brutal y el estado de inconciencia duró un lapso de tiempo más o menos importante.
Lo extraño, según mi madre, es que no tenía magullones en el cuerpo, apenas si un rayón sobre el costado de mi tórax, producto de alguna tropelía anterior, o tal vez raspado por las bolsas al caer.

Como verán sobreviví de lo contrario no estaría contando esta contingencia de mi infancia. Más adelante en el tiempo me enteré que una caída de ese tipo, por más que haya terminado de pie, produce el mismo efecto que un golpe de KO a un boxeador y por eso no tenía marcas.

Trabajar al sol


Trabajar al sol en verano no suele ser una de esas cosas más placenteras. En general si se trata de trabajar siempre buscamos lugares cerrados cuando hace mucho calor y si hay que hacerlo al aire libre en lugares con al menos un poco de sombra, pero esto no nos libera ni del calor ni de la exposición al sol.
La cuestión es que días pasados se me ocurrió una reforma, o mejor expresado hacer una mejora a mi horno de barro. Antes de esta mejora las asaderas las colocaba sobre pilas de ladrillos que tienen varias contraindicaciones, la principal de ellas, que son inestables y que se pueden desmoronar y provocar un accidente poco deseable, a la hora de retirar de su interior lo que se cocina dentro.
Entonces idee un catre de hierro, sobre patas de modo que sea sólido, seguro y además no es un elemento que absorba calor del mismo modo que los ladrillos. Así que manos a la obra.
El sol y los más de 35 grados pegaban duro, pero encontré el hierro que buscaba en un marco que nunca se usó, corté el metal, le di la forma deseada. Y sólo me restaba soldarlas, pero como no tengo la máquina para ese menester, le lleve los hierros a un herrero que terminó de ensamblar las partes.
Pero lo que realmente quiero hacer notar de esto, que es una labor de poco fuste, es la alegría y la felicidad con la que trabajé. Ocurre que los estímulos del sol, los ruidos de la sierra y de la amoladora me remontaron inconscientemente a mi infancia adolescencia, cuando trabajaba junto a mi padre en su herrería.
El viejo no era herrero, era agricultor, pero la mayoría de los arreglos de la maquinaria se hacía en casa. Había una herrería de construcción muy precaria de una chapas rojas de un material a base de petróleo supongo, que no atajaban ni el frío ni el calor, pero que contenía a todo lo necesario, para que la mayoría de las reparaciones se pudieran hacer en casa, salvo algunas que necesitaban de herramientas específicas que en allí no había.
Como energía eléctrica no había, las herramientas como taladros y amoladoras de banco eran movidas por un motor de explosión, que por medio de un sistema de poleas y correas proporcionaba la fuerza de trabajo necesaria a cada elemento en particular.
Además de ello había un gasógeno para soldadura de autógena, fraguas, amoladoras manuales, morsas, bigornias, taladros de pecho, e infinidad de martillos, punzones, cortafierros, llaves de medida y graduables, inglesas y francesas… en fin una herrería que nada tenía que envidiar a aquellas que se podían encontrar en pueblos y ciudades en ese entonces.
Nosotros, digo por los niños que rondábamos la casa, ayudábamos a los mayores, haciendo girar la manivela de la fragua, o llevando cosas de un lado al otro, o sosteniendo hierros al rojo con las pinzas respectivas para que mi padre les diera la forma deseada, entre otras tareas menores.
Eso generalmente con mucho calor, porque las actividades de la cosecha, las más intensas del año, corresponden al verano. A pesar de que muchas veces nos echaban a las patadas del lugar, la mayoría de las veces aceptaban nuestros buenos oficios aunque en ocasiones molestábamos más de lo que ayudábamos.
Entonces el calor de estos días y ese pequeño trabajo en el patio de mi casa, me llevaron sin quererlo a aquella etapa tan feliz de la niñez y a aquel lugar, donde casi siempre había movimiento y actividad. La transpiración, la temperatura, el mojarme la cabeza para refrescarme, son todas cosas que hice en este trabajo y que hacia entonces.
Cuando no había nadie trabajando en la herrería los chicos nos entreteníamos haciendo alguna tontería con las herramientas, la preferida utilizar a la bien afilada trancha (un corta fierro con mango) como si fuese un hacha. Lo que sucedía era que la herramienta se mellaba y el hierro que intentábamos cortar, tan campante.
Cuando llegaban los adultos capitaneados por mi viejo a laburar, y necesitaban la trancha, ardía Troya, porque había que restarle tiempo al trabajo principal para calentar, afilar y templar la herramienta en cuestión.
Tiempo feliz el de mi niñez…    


Dos incendios



Entre las cosas que me tocó vivir recuerdo dos incendios, uno cuando era adolescente y otro ya en la edad madura. El de la adolescencia me tuvo como causal y como bombero para extinguirlo, aunque debo aclarar que la causa fue accidental y no en alguna idea piromaníaca.
Corría un otoño de los años sesenta, en casa estaban todas las herramientas para sembrar y cosechar. Entre estas últimas, una máquina cosechadora automotriz Massey Harris 726 de 12 pies de corte de fabricación inglesa, cuyo motor estaba casi a ras del piso, colocado allí por quienes diseñaron el implemento, para que tuviera un centro gravitacional bajo y equilibrado. Pero lo que no tuvieron en cuenta, que justo encima del motor había una boca de registro, que estaba tapada con una lona, para no permitir que de allí volasen los deshechos secos de la cosecha y tomasen contacto con el motor, con lo que significa paja seca sobre una fuente muy grande de calor.
La cuestión es que esa lonita cada tanto, por el uso se desgastaba y se rompía y el motor recibía una lluvia de elementos secos, como la maquina se revisaba todos los días, la lona era reemplazada ni bien presentaba deterioros. Hasta que por fin encontraron un cuero tratado químicamente del tapizado de los autos, que era resistente al calor y a los avatares de la máquina y solucionó de forma casi permanente ese inconveniente.
Eso sin embargo no impidió que el motor siguiese estando en una zona muy vulnerable, por lo que fue necesario colocarle encima una chapa, para impedir que el constante volar de materia vegetal seca no cayese directamente sobre las partes el metal caliente.
Ese otoño, mi viejo me ordenó ser el maquinista junto a un contratista de Huanguelén, Octavio Tesei, para que cosechásemos unas 50 hectáreas de girasol, ubicadas en uno de los potreros más alejados de la casa.
Las plantas de girasol seco, tiene sobre sus tallos una suerte de cobertura muy fina y que se desprende muy fácilmente, vuela y se enciende con facilidad si se le acerca una fuente ígnea, por lo que tanto a Octavio como a mí, nos preocupaba, que por donde hubiese un fierro un poco más caliente que el resto, esta granza, por llamarle de algún modo, se encendía.
Para evitar esto, optamos por salir a cosechar lo más temprano posible por la mañana y luego de media tarde hasta la noche, pero eso no impedía que la granza se hiciera cenizas tanto sobre el motor, como sobre cualquier otra superficie que estuviese expuesta al sol.
Cuando deteníamos la marcha de la cosechadora, debíamos controlar que sobre la superficie del rastrojo, no hubiese algún foco de incendio. Todo dio resultado hasta que se conjugaron una serie de imprevistos que nos superó.
A media tarde de ese día llegó hasta la máquina el empleado mensual de casa, Alberto Pérez en un carro tirado por un caballo con la vianda para la merienda, galleta y mate cocido. Detuvimos la máquina, nos bajamos, nos pusimos a la sombra de la cosechadora, nos tomamos un descanso de 10 o 15 minutos para beber la infusión y comer un poco de pan.
Terminado este pequeño recreo nos montamos de nuevo en la cosechadora, Alberto azuzó el caballo y se fue para casa, nosotros no alcanzamos a dar una vuelta de la melga, cuando debimos parar de nuevo, porque se nos pinchó uno de los pequeños neumáticos de la parte trasera de la máquina. Eso impidió que pudiésemos controlar si algo había quedado encendido, al dar la vuelta o al menos otear desde la altura de la herramienta.
Cuestión que mientras desarmábamos la rueda, pronto vimos una columna de humo bastante importante. Con Octavio salimos corriendo hacia el incendio munidos de un par de bolsas mojadas y comenzamos a los latigazos a tratar de contener el fuego, cerca de lograrlo, vino una ráfaga de viento y lo avivó. Por lo que Tesei corrió hacia la máquina, colocó la llanta sin la cubierta y puso la máquina a resguardo.
Mientras tanto desde casa vieron el fuego y mandaron a Alberto de regreso hasta el lugar donde estábamos, con dos medios tambores, que llenó de agua al llegar al molino que provee de agua a ese sector y con bolsas que colocó dentro  para que al agua no se derrame, sin saber que nos servirían para apagar el fuego, llegó hasta donde estábamos nosotros. El viento había dejado de soplar las llamas se habían achicado mucho, por lo que los tres a bolsazos en una hora más o menos terminamos con el incendio.
Hoy a la distancia no dejo de sentirme orgulloso por haber combatido eficazmente el incendio y también reflexiono acerca del peligro a que estuvimos expuestos.
A pesar de lo dramático de la situación, cuando llegaba Alberto con la ayuda que tanto necesitábamos, no pudimos dejar de reírnos al ver el caballo a galope tendido, arrastrando el carro a los saltos por el medio del campo.

El segundo incendio de esta recordación, ocurrió mucho más acá en el tiempo, en los años ochenta. Tal como ocurría cada vez que un grupo de amigos programábamos una excursión de pesca a la bahía Blanca. Nos levantábamos muy temprano y partíamos con destino a Arroyo Pareja en la vecindad de Punta Alta, donde en el viejo puerto abandonado del lugar, tomábamos una lancha de importantes dimensiones, que nos llevaba hasta pequeños canales, llenos de peces hambrientos que sucumbían ante nuestros anzuelos, y luego nos servían para comer pescado en nuestras casas durante varios días y en formas muy variadas.
Llegamos a Arroyo Pareja, poco después atracó la lancha Islas Noel y cuando estábamos por abordarla, el patrón de la misma, indicó que el motor no estaba sonando bien, por lo que iría a buscar a su apostadero a la Skipper 4, mucho más moderna y eficiente.
Nos quedamos por ello alrededor de una hora esperando que llegue la nueva embarcación. Apurados subimos nuestros bártulos cuando al fin atracó la Skipper de modo de perder la menor cantidad de tiempo posible, que poco después zarpó rauda.
Pero cuando estábamos en el medio de la ría, la lancha se paró y podíamos sentir un raro olor, al tiempo que veíamos surgir de las entrañas de la embarcación, finos hilos de humo, además en partes la cubierta estaba muy caliente. El patrón echó el ancla y uno de nuestros compañeros, Hugo Massi,  que había tenido experiencia en un incendio de un material similar al que recubría nuestro transporte marítimo, dio la vos de alerta, “Esto se está quemando”. El patrón discutía que no, por lo que nuestro compañero debió convencerlo desesperado de tomar una acción al respecto.
Abrieron la escotilla del compartimento de los motores y de allí salía humo, por lo que de inmediato Hugo, quien había dado la voz de alarma, se metió allí y pidió desesperado que le alcancemos baldes con agua. Tras hacer un pasamano unos diez o 20 baldazos más tarde el fuego había sido controlado.
Casi todos respiramos tranquilos por haber superado la contingencia, pero allí estábamos en el medio de la bahía. Sin energía y sin potencia. Había si suficiente electricidad como para hablar por radio con la base de la lancha y pedir el auxilio, que llegó después de una larga espera, ya cerca del mediodía.
Algunos, los que estábamos más tranquilos, mientras esperábamos el auxilio, decidimos que era muy buen momento para pescar y eso hicimos. Comprobamos que había una fuerte correntada y que era necesario como medio kilo de plomada para hundir el anzuelo hasta el fondo, unos cuatro cinco metros debajo de la lancha.
Uno de nuestros compañeros, al que nunca le sobró mucho valor  para navegar y que a pesar de ellos siempre nos acompañó, se asustó mucho. Viéndolo así todos bromeaban con él. Alguno le dijo, “no te aflijas que a medida que se hunda el barco, el fuego se irá apagando”.
Mientras este muchacho estaba cada vez más asustado, los que optamos por pescar tuvimos mucha suerte, el que más la tuvo fui yo que saqué una corvina inmensa, me costó horrores izarla a la embarcación.
Cuando al fin llegó el auxilio, debimos levar el ancla a pulso, trasbordamos a la Islas Noel, que remolcó el Skipper hasta una boya donde la amarraron. Volvimos a la orilla para que quien había hecho el auxilio vuelva su trabajo en la base naval. También bajó nuestro compañero híper asustado que abandonó la pesca.
El Islas Noel volvió a poner proa Bahía adentro, mientras preparaban el almuerzo y en vez de tener un día completo de pesca, solo pescamos por la tarde, pero al fin un final feliz para una accidentada excursión. Nos enteramos más tarde que el incendio fue provocado por un grueso cable de una de las baterías que toco contra un hierro desnudo y provocó un cortocircuito.
Por suerte para nosotros, pudimos evitar lo que pudo haber sido una catástrofe, porque Hugo Massi había tenido experiencia con un incendio similar al que se había desatado en el Skipper IV.


La magia de Huanguelén


La magia de Huanguelén, ¡ay Susana* en que lío me has metido! Pero si era una época mágica, vivíamos en un Huanguelén con ilusiones, las nuestras y la de nuestro pueblo y digo nuestro pueblo ya que, si bien nunca viví allí, todo lo que hacía tenía que ver con Huanguelén.
Te cuento Susana que hice mi tercer año de secundario en el Colegio Nacional que en realidad tenía un nombre mucho más largo, pero menos contundente. Estaba entonces en el Prado Español y bueno, vos tal vez un poco más chica no fuiste compañera mía, pero si estuve junto a Miguel Duarte, Darío Villar, Roberto Barbero, Hugo Fernández, y Jaquecito Sondón, como representantes masculinos mientras que las chicas eran las mellizas Cabral, Amelia Scilironi, Alicia Calvo, Cristina Chervero, Susana Mariani, Imelda Fuhr, Teresita Larrañaga, Guillerma Rohlman, Beatriz Wild, Zulma Alonso y una chica más cuyo nombre hoy se me escapa. Pero éramos 18 en total seis chicos y el doble de chicas.
Por varias razones tras ese primer contacto directo con mi gente me fui para volver cinco años más tarde, ya con 21 años. La mayoría de mis compañeros de secundario habían partido con otros rumbos, de modo que hubo que rehacer el grupo de amigos y allí comienza tal vez, uno de los períodos más felices de mi soltera juventud.
A pesar de la magia y de lo mucho que nos gustaba meternos todos los sábados en Zuluk, la joda siempre estaba lejos, en Guaminí, en Coronel Suárez, en Arboledas, en los bailes de campo, de La Nevada, de Louge, de la Ventura y obviamente el más importante de todos para mí, el de Ombú.
La idea de todo ello era salir, bailar hasta la madrugada y después volver a nuestras casas a eso de las 5 o 6 de la Matina. Casi la hora en que hoy comienzan los chicos a ir al boliche. La previa era con mate y gaseosas en casa de alguno, con varios mazos de cartas y más cantidad de parejas, para jugar a la Canasta.
También íbamos al cine, los jueves y los findes y si bien el Ideal era más que ideal para ver buen cine, las pelis muchas veces dejaban que desear en cuanto a la calidad de las cintas, se cortaban, hacían ruidos raros y otras cuestiones que te sacaban de la historia muchas veces. También nos divertíamos de oír al operador, cuando anunciaba las películas diciendo con voz aflautada “Para el prósimo sábado y domingo…” En ocasiones los más cara rota, agarrábamos la escalera para hacerle compañía a Lissarrague y veíamos las películas desde la sala de proyección, eso sí, teníamos ese privilegio, pero la entrada la pagábamos religiosamente.
Voy a quedar mal, pero del grupo formábamos parte la “Tata” Barrero, vos Susana, Carmen y la Negra Mariani, tu prima Griselda, Isabel Benito, Analía D’Aleo, Yoli Schmidt, Teresa Coronel, Olga Wilwert, Chupiski Hernández, Arturito Hernández, Fiti Morgado, el Gallego Fernández, Mary Sterz, en fin, éramos muchos, algunos no se juntaban con otros y otros no se juntaban con algunos, pero todos más o menos le apuntábamos a lo mismo. A esta lista le faltan infinidad de nombres, pero son los que me vienen a la memoria.
Los fines de semana eran para reunirnos en alguna casa, dar vueltas al pedo con el auto, ir al partido de fútbol el domingo en que Atlético jugaba de local, o en verano tal vez ponernos el traje de baño, subir a un auto e irnos a Cochicó. ¡Dios mío que aventureros!
También estaba la pileta del Aero, algún partido de fútbol mixto, o entre nos, pero la cuestión era pasarlo lo mejor posible. Total, todos de alguna forma éramos buenos hijos y nos peleábamos con nuestros padres, sin romper demasiado los protocolos.
También estaban los festejos del 27 de setiembre y el día del estudiante, dos bailes muy cercanos uno de otro, donde elegíamos, la reina del estudiante y la reina de Huanguelén. La reina del estudiante la elegían sus compañeros de estudio, pero la del pueblo la elegíamos nosotros los varones, bah ustedes las mujeres, el papelito que nos daban al pagar la entrada, se lo dábamos a ustedes, se juntaban todas a deliberar y nos traían los papeles con los nombres de la reina y sus princesas, después lo depositábamos en una urna y una chica, la elegida por ustedes, por una noche sentía la magia de estar coronada.
O sea, las reinas eran nuestro designio, todas eran postulantes, no había chicas que desfilasen en trajes de baño, no había un jurado de ignotos, todas iban vestidas con sus mejores galas, pero propias y cuando eran elegidas, eran las más bellas, pero no por tener cuerpos preciosos y medidas perfectas, lo eran porque nosotros considerábamos la belleza en su integridad, ustedes en sus deliberaciones y nosotros aceptábamos sus criterios.
También se armaban romances, se formaban y deformaban parejas, Había quienes tenían una novia o novio fijo y había quienes ora iban con uno y mas luego con otro, pero siempre con la alegría de nuestra despreocupada juventud. Siempre había un asado un cumple o una ocasión cualquiera para estar juntos y hablar de naderías o de cosas trascendentes.  No había elecciones, estaban los militares y si bien todos teníamos nuestras ideas al respecto, vivíamos en ese mundo lleno de ilusiones, de planes de proyectos, de ganas de vivir.
Llegó el tiempo de que las parejas se fueron asentando, los casamientos nos separaron y las carreras universitarias de algunos también alejaron a otros, pero nos dedicamos a nuestras parejas, nuestras profesiones a nuestros hijos, a ser adultos, pero esos pocos años de magia, amistad y juventud, siempre perduran en nosotros.

*Susana Menchi, quien me animó para que escriba esto. Pasó mucho tiempo, a veces las cosas se olvidan, pero la hay que quedan en nosotros y que afloran, con pequeños estímulos

Fasulo






Nunca pude saber las razones por las cuales un vendedor ambulante entró en la sociedad semicerrada de Saint Alban’s College de Lomas de Zamora, cole al que me habían mandado mis viejos para tener un aprendizaje de excelencia. Pero el hecho es que un día entró vendiendo Laponia Helados con un triciclo blanco, con un cajón cuadrado inmenso dentro del cual había cantidad de hielo seco y los palitos y bombones helados que golosos todos queríamos consumir.
El hombre tenía un nombre y apellido, pero para nosotros casi desde el mismo día que pisó por primera vez el terreno del cole, fue Fasulo y en verdad aguantarse el sobrenombre, nuestras continuas impertinencias pidiendo fiado y nuestras más “astutos” ardides para hacernos de un helado gratis, debió haber sido una persona más que paciente y bondadosa.
Es cierto que entrar al cole le permitió tener una clientela de más de 500 tipos dispuestos a gastar unos pocos centavos en un helado diario. Pero ese amor a primera vista de nosotros hacia él y de él hacia nosotros resultó más que simbiótico, porque al fin nosotros nos hicimos hinchas de Fasulo y Fasulo hincha de todo lo que fuera St. Alban’s y Old Philomathian, el club de rugby de los ex alumnos del colegio.
Al principio vendía sus helados cerca de la puerta de entrada para envidia y enojo de sus colegas vendedores ambulantes, que eran echados sin miramientos cuando intentaban vender “in school premises” (dentro de los límites del colegio) y por ello más de un incidente le costó al retirarse con su carrito pedaleando, pero al fin, todos entendieron que Fasulo había entrado para quedarse y que sólo él estaba bendecido por las autoridades.
Tanto que con el tiempo no se quedaba en la entrada, iba hasta detrás de la cancha de paleta lejos del portal de ingreso, donde seguía vendiendo sus helados en verano y alternando con los cubanitos en invierno. Además, cualquier acontecimiento que hubiese en Rojondí tenía a Fasulo y su carrito de espectador, hincha y comerciante.
Iba a Rojondí para los sports, para los partidos de rugby intercolegiales, para los partidos de los OP’s y es decir para lo que hubiese. También le era permitido ingresar a la sede de Club Los Andes en ocasión de las competencias de natación.
Al fin Fasulo se convirtió en nuestro hincha, y además en sus días de bonanza, nos fiaba algo, que claro casi nunca le pagábamos. Un recurso muy utilizado para sacar ventaja era utilizarlo como tenedor de un plazo fijo. Es decir, le adelantábamos el dinero para comprar un helado diario por espacio de una semana, por ejemplo, pero claro comíamos más de un helado diario y al cabo de la semana y el crédito se terminaba mucho antes de los siete días, pero dos o tres helados le sacábamos de ventaja.
En 1960 Old Philomathian’s tuvo su primer ascenso a primera división de la Unión Argentina de Rugby y si bien había jugadores muy buenos, como el recordado John con su eterno cabezal y su compañero apertura Jimmy Cappanera, deportivamente no fue nada bien, tanto que al final de la temporada OPC había descendido.
Pero en uno de esos partidos vino de visita Pucará que estaba prendido entre los de arriba y Fasulo no creía que los OP’s íban a ganar, por lo que muchos le apostaron un helado, es decir si ganaba Pucará, que era lo más lógico, había que pagarle y no comer nada, pero si ganábamos se le venía la hecatombe y se vino la hecatombe ganó Blues and Gold (Azules y dorado los colores de la camiseta) y los que estábamos cerca alcanzamos a cobrar nuestra apuesta, pero Fasulo salió pedaleando a gran velocidad y si bien pagó muchas apuestas, algunos se quedaron con las ganas.

No se que habrá sido de la vida de Fasulo, un hombre bueno como el que más, muy laburador. No se si tenía familia, no se si vive aún, ya que de estar con nosotros debiera estar superando los noventa. Pero que gran tipo, medio pelado, algo cascarrabias a veces, pero un hincha de SAC y de OP Club. 

lunes, 29 de mayo de 2017

Lo complicado y lo no tanto, de estudiar a los 68


Lo puedo decir ahora con casi todos los parciales aprobados, puedo reflexionar sobre cuatro meses en los que me he re escolarizado, o lo que es lo mismo y mucho más sencillo de escribir, entender y explicar ¡He vuelto a la Escuela!
Al pensar un poco hacia atrás llego al año pasado en que volví a Pigüé, al colegio La Salle donde culminé mi secundario de esto hace ya 50 años, precisamente para recordar ese hito de mi vida. 
Ese viaje, el papel con el título de bachiller que hacía rato había perdido de vista. Una visita al Colegio Nacional de aquí, bah a la Unidad Académica Julio César Lovecchio por vaya a saber que encargo. Me enteré de que se reabría el curso del profesorado de historia. Lo antedicho  completó el combo y me pregunté: ¿por qué no estudiar?
Mis hijas están grandes, estoy jubilado, lo que me sobra es tiempo, mis facultades mentales están con sus alteraciones de todas la vida, pero lúcido. El comentario en casa de lo que me había surgido debajo del pelo… la luz verde de Olguita. Así que próximo paso preguntar que necesitaba.
Obvio lo primero es el título, o para ponerlo en palabras inventadas por el tecnicismo burocrático oficial, el certificado analítico del secundario. Primer gran problema, pensé, pero de fácil solución, supe.
Hubo que hacer una denuncia de su pérdida en el Registro Civil, obviamente me dieron unos papeles timbrados de pinta muy importante. ¿Qué es esto? Pregunté. Tenés que ir a María Ale a pagar y volvé que te doy la denuncia. ¿Por qué no lo puedo pagar acá? Por qué se trataría de manejar dinero y necesitaríamos personal de seguridad. Ah… pero… pero no podrían poner un post net y se paga con una tarjeta y para eso no hay que pagar ninguna seguridad; argumenté. El empleado que ya había echado plumas para encocorarse con su respuesta, se desinfló como un globo y se le terminaron los argumentos. Pero claro, poner una idea inteligente a un burócrata, es como insultarlo y este me miró con odio. Pero haberle tirado una idea anti burocrática y que dejó al desnudo su argumento sólido como como una roca que comenzó a rodar cuesta abajo, me llenó de satisfacción
Pero bueno pagué, volví me dieron el papel, subí en el mismo edificio al Consejo Escolar, para que manden la denuncia a Pigüé para que los del cole tramiten un nuevo certificado. Fabián Palma el Inspector Jefe Regional que es de Pigüé, se ofreció a llevarlo en sus manos a la casa de la secretaria del colegio. Me advirtieron que el trámite llevaría al menos seis meses. Curado de espanto ya por la lentitud de los trámites administrativos, en cualquier administración gubernamental  argentina. Me dispuse a esperar resignadamente el tiempo que fuere menester.
¡Oh sorpresa! apenas dos semanas más tarde me llaman desde el cole para decirme que el certificado estaba a mi disposición. Obviamente había que viajar a buscarlo para que firme una planilla. Así lo hice.
Cuando me dieron el papel me enteré que no había estudiado materias, que eran áreas  curriculares. Que ganas de complicar denominaciones sencillas con una palabra kilométrica, pero esto parece una constante, ya se verá más adelante.
Bueno título en mano, fotos entregadas, y en fin todo el orden solo había que esperar unos meses a que comience el ciclo escolar correspondiente a este año 2016.
Los maestros habían arreglado sus sueldos antes de empezar las clases, todo parecía que iba a ser normal, pero… siempre hay inconvenientes. Los porteros estaban de huelga, así que el curso introductorio, para aquellos que empezábamos a cursar el terciario, que debía durar dos semanas, duró apenas tres días. Mal comienzo.

Pero mal comienzo sin duda fue mi encuentro con profesores, con el aula, con esto de que hay que recordar que hay que hacer para la próxima clase. Tanto que empecé a dudar de lo razonable de mi decisión de retornar a las aulas, perdón;  a re escolarizarme.