Vaya a saber por qué rincones de la memoria ayer se me apareció
Tommy, mi perro de la infancia adolescencia y juventud, un collie semi puro que
llegó a casa de la mano de mi padre para que sea la nueva mascota de mi
hermano, para reemplazar al Jeep, el viejo setter que había llegado al fin de
sus días tras una larga vida junto a la familia.
Tommy llegó de muy pequeño y como la de todo cachorro,
sus correrías no conocían límites, de modo que por la maldad de algunos y la
indiferencia de quienes estaban en el almacén de Cacho, Tommy desapareció una
tarde. Lo tomó alguien y se lo llevó, cuando apenas tenía unos pocos días como
integrante de la familia. Pero mi padre y mi hermano se ocuparon de seguirle el
rastro y pudieron recuperarlo de manos del ladrón, que dijo le había sido regalado
por el bolichero, que obviamente no era el amo del cachorro. Hoy es casi
irrelevante el dato, pero dudas quedan.
Cuando llegó de nuevo a casa, ya había dejado de lado sus
blandas lanas de cachorro y un pelaje entre negro y marrón le cubría su
humanidad, su hocico había crecido, se puede decir que estaba en su primera
adolescencia.
Pronto comenzó a demostrar sus habilidades, como perro
cazador, ayudaba a identificar que cuevas estaban habitadas y cuáles no, avisaba
de la presencia de visitantes, ya fueran estos humanos o animales. Sabía
distinguir cuales visitas eran bien recibidas y cuáles no, lo que daba a todos
la tranquilidad de saber si quien llegaba era un indeseable.
Nunca sin embargo fue demasiado cariñoso o agresivo con
la gente que llegaba a casa, pero había desarrollado una especial inquina con
los ciclistas, vaya a saber por qué tropelía les solía pasar facturas
mordiéndole los tobillos.
Otra de las debilidades de Tommy eran los huevos de
gallina, le encantaban y por ello no cesaba de comerlos, hecho que la familia
desconocía, hasta el día que cansados de que los nidos de las cluecas fuesen
saqueados, la familia decidió colocar una trampa, con un huevo como manjar para
las “comadrejas”. Pero no habían pasado tres minutos de haber colocado el
señuelo y armado el artefacto, cuando los llantos furiosos de Tommy hicieron
que todos volviéramos sobre nuestros pasos para ver al perro con una de sus
manos atrapadas entre los dientes de acero de la trampera.
Fue necesario cubrirlo con un lienzo para que no muerda a
quienes queríamos sacarlo de su sufrimiento. La conclusión de este incidente
fue obvia, el ladrón de huevos era Tommy. Pero la experiencia traumática y
dolorosa le enseñó que hay cosas que no se podían hacer en casa y mantuvo largos
años de una conducta ejemplar alejada de ese manjar, aunque los vecinos cada
tanto se quejaban de que algún bicho les había hecho desaparecer una nidada.
Mi hermano se fue de casa y el perro quedó y si bien era
el perro de Vito yo lo consideraba más mío que de nadie y así fue que por
nuestras edades nos hicimos muy amigos, yo salía de a caballo y el Tommy iba
tras mío. Me sentaba en el patio y Tommy a mis pies, yo corría, Tommy corría,
yo caminaba, Tommy caminaba.
Pero lo que más recuerdo de Tommy eran las largas “peleas”,
que teníamos de modo de gastar las energías que a ambos nos sobraban. Golpeaba mis manos dos veces y esa era la
señal para empezar nuestro juego, el ladraba y hacía que me mordía y yo hacía
que lo agarraba y lo tiraba al piso, para que el volviera con su ladrido a hacer
el ademán de agresividad. Esto durante largo rato, hasta que cansados ambos, yo
daba la señal: levantaba la mano y decía: bueno, y Tommy dejaba su actitud
juguetona y agresiva para ofrecer su cabeza a mi caricia.
Este espíritu juguetón y las señales para comenzar el
juego y terminarlo, trascendieron toda su vida y cuando ya estaba viejo y sordo,
me paraba delante de él, para que me viera dar los dos golpes con las manos,
entonces daba uno o dos ladridos ronca y enseguida le daba la señal de mi mano
levantada para que cesara y con su andar cansino y bichoco se me pegaba al
pantalón para que le acariciase la cabeza, en agradecimiento por haber cumplido
una vez más con el ritual.
Alberto Pérez trabajó durante largos años en casa y fue
quien recibió los plácemes de Tommy, mientras yo cumplía con la tarea de
educarme como pupilo, lejos de casa. Nolda, la mujer de Alberto, siempre decía,
“si querés saber dónde está Alberto búscalo al Tommy”. La aplicación de éste
método de búsqueda de nuestro empleado siempre fue exitosa.
Su instinto cazador le permitió a Alberto hacerse de
cientos de peludos (armadillos), que formaban parte de su dieta y que consumía
como verdaderos manjares. Ambos salían de noche, momento en el que los peludos
abandonan sus madrigueras subterráneas para salir a comer. Tommy caminaba
delante, Alberto detrás, de pronto, el perro tomaba el olor de la presa y salía
disparado para atraparla, Alberto corría detrás y se encontraba con el perro
echado por encima del peludo sin dejar que escape y sin lastimarlo. El animal
así cazado iba a una bolsa, para luego ser llevado vivo a un lugar seguro donde
esperaba el momento en que era sacrificado para ser consumido.
Su instinto de guardián lo llevaban todas las noches
hasta la puerta de calle de la habitación de mis padres, donde velaba por el
sueño de ellos. En ese lugar de pronto se levantaba en medio de la noche para
ladrar a algo que lo perturbaba, para luego volver a echarse con el lomo pegado
a la persiana.
Cuando yo decidía dormir a la luz de la luna en un catre, quien me acompañaba echado a escasos
metros de la cama era Tommy y repetía las rutinas de su ronda de guardia en la puerta
de mis viejos. Nadie se lo enseñó, pero él lo sabía y lo hacía.
Cuidaba de nosotros y por toda recompensa pretendía una
caricia en su cabeza y obviamente la comida, las sobras de lo que se comía en
casa, o los trozos de ganado muerto, que eran traídos para que se dé un festín.
El tiempo y los años fueron pasando y una progresiva
sordera le fue alejando de los sonidos, de modo que para llamarlo, si dormía había
que tocarlo y hacerle gestos para que siga, si estaba despierto bastaba una
señal, pero cada vez más su piernas le flaqueaban y su paso, otrora alegre y
despreocupado, era una verdadera tortura de dolor, pero se las componía y venía,
pero cada vez con más renuencia.
El final de Tommy fue trágico, murió bajo las ruedas del
auto de la familia. Con mi padre llegamos de regreso a la tardecita con las
provisiones de la casa y Tommy salió a recibirnos con alegría y ladridos como
lo hacía siempre, pero, vaya a saber por qué, cuando el auto casi se detenía
dentro del garaje, perdió pie y recibió un golpe letal. Pocos minutos después
entre quejidos, terminó su corta agonía.
Ya han pasado más de 45 años de la partida de Tommy, pero
está tan fresco su memoria, que me parece verlo correr quiméricamente detrás de
las libres que nunca alcanzaba, me parece verlo echado al pie de mi cama, me parece
sentirlo ladrar para avisar de la llegada de visitas. Es mentira que se haya
ido, porque permanece en mi memoria, y mientras esté allí, Tommy siempre estará
conmigo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario