martes, 15 de enero de 2013

Tommy no se fue


Vaya a saber por qué rincones de la memoria ayer se me apareció Tommy, mi perro de la infancia adolescencia y juventud, un collie semi puro que llegó a casa de la mano de mi padre para que sea la nueva mascota de mi hermano, para reemplazar al Jeep, el viejo setter que había llegado al fin de sus días tras una larga vida junto a la familia.
Tommy llegó de muy pequeño y como la de todo cachorro, sus correrías no conocían límites, de modo que por la maldad de algunos y la indiferencia de quienes estaban en el almacén de Cacho, Tommy desapareció una tarde. Lo tomó alguien y se lo llevó, cuando apenas tenía unos pocos días como integrante de la familia. Pero mi padre y mi hermano se ocuparon de seguirle el rastro y pudieron recuperarlo de manos del ladrón, que dijo le había sido regalado por el bolichero, que obviamente no era el amo del cachorro. Hoy es casi irrelevante el dato, pero dudas quedan.
Cuando llegó de nuevo a casa, ya había dejado de lado sus blandas lanas de cachorro y un pelaje entre negro y marrón le cubría su humanidad, su hocico había crecido, se puede decir que estaba en su primera adolescencia.
Pronto comenzó a demostrar sus habilidades, como perro cazador, ayudaba a identificar que cuevas estaban habitadas y cuáles no, avisaba de la presencia de visitantes, ya fueran estos humanos o animales. Sabía distinguir cuales visitas eran bien recibidas y cuáles no, lo que daba a todos la tranquilidad de saber si quien llegaba era un indeseable.
Nunca sin embargo fue demasiado cariñoso o agresivo con la gente que llegaba a casa, pero había desarrollado una especial inquina con los ciclistas, vaya a saber por qué tropelía les solía pasar facturas mordiéndole los tobillos.
Otra de las debilidades de Tommy eran los huevos de gallina, le encantaban y por ello no cesaba de comerlos, hecho que la familia desconocía, hasta el día que cansados de que los nidos de las cluecas fuesen saqueados, la familia decidió colocar una trampa, con un huevo como manjar para las “comadrejas”. Pero no habían pasado tres minutos de haber colocado el señuelo y armado el artefacto, cuando los llantos furiosos de Tommy hicieron que todos volviéramos sobre nuestros pasos para ver al perro con una de sus manos atrapadas entre los dientes de acero de la trampera.
Fue necesario cubrirlo con un lienzo para que no muerda a quienes queríamos sacarlo de su sufrimiento. La conclusión de este incidente fue obvia, el ladrón de huevos era Tommy. Pero la experiencia traumática y dolorosa le enseñó que hay cosas que no se podían hacer en casa y mantuvo largos años de una conducta ejemplar alejada de ese manjar, aunque los vecinos cada tanto se quejaban de que algún bicho les había hecho desaparecer una nidada.
Mi hermano se fue de casa y el perro quedó y si bien era el perro de Vito yo lo consideraba más mío que de nadie y así fue que por nuestras edades nos hicimos muy amigos, yo salía de a caballo y el Tommy iba tras mío. Me sentaba en el patio y Tommy a mis pies, yo corría, Tommy corría, yo caminaba, Tommy caminaba.
Pero lo que más recuerdo de Tommy eran las largas “peleas”, que teníamos de modo de gastar las energías que a ambos nos sobraban.  Golpeaba mis manos dos veces y esa era la señal para empezar nuestro juego, el ladraba y hacía que me mordía y yo hacía que lo agarraba y lo tiraba al piso, para que el volviera con su ladrido a hacer el ademán de agresividad. Esto durante largo rato, hasta que cansados ambos, yo daba la señal: levantaba la mano y decía: bueno, y Tommy dejaba su actitud juguetona y agresiva para ofrecer su cabeza a mi caricia.
Este espíritu juguetón y las señales para comenzar el juego y terminarlo, trascendieron toda su vida y cuando ya estaba viejo y sordo, me paraba delante de él, para que me viera dar los dos golpes con las manos, entonces daba uno o dos ladridos ronca y enseguida le daba la señal de mi mano levantada para que cesara y con su andar cansino y bichoco se me pegaba al pantalón para que le acariciase la cabeza, en agradecimiento por haber cumplido una vez más con el ritual.
Alberto Pérez trabajó durante largos años en casa y fue quien recibió los plácemes de Tommy, mientras yo cumplía con la tarea de educarme como pupilo, lejos de casa. Nolda, la mujer de Alberto, siempre decía, “si querés saber dónde está Alberto búscalo al Tommy”. La aplicación de éste método de búsqueda de nuestro empleado siempre fue exitosa.
Su instinto cazador le permitió a Alberto hacerse de cientos de peludos (armadillos), que formaban parte de su dieta y que consumía como verdaderos manjares. Ambos salían de noche, momento en el que los peludos abandonan sus madrigueras subterráneas para salir a comer. Tommy caminaba delante, Alberto detrás, de pronto, el perro tomaba el olor de la presa y salía disparado para atraparla, Alberto corría detrás y se encontraba con el perro echado por encima del peludo sin dejar que escape y sin lastimarlo. El animal así cazado iba a una bolsa, para luego ser llevado vivo a un lugar seguro donde esperaba el momento en que era sacrificado para ser consumido.
Su instinto de guardián lo llevaban todas las noches hasta la puerta de calle de la habitación de mis padres, donde velaba por el sueño de ellos. En ese lugar de pronto se levantaba en medio de la noche para ladrar a algo que lo perturbaba, para luego volver a echarse con el lomo pegado a la persiana.
Cuando yo decidía dormir a la luz de la luna en un  catre, quien me acompañaba echado a escasos metros de la cama era Tommy y repetía las rutinas de su ronda de guardia en la puerta de mis viejos. Nadie se lo enseñó, pero él lo sabía y lo hacía.
Cuidaba de nosotros y por toda recompensa pretendía una caricia en su cabeza y obviamente la comida, las sobras de lo que se comía en casa, o los trozos de ganado muerto, que eran traídos para que se dé un festín.
El tiempo y los años fueron pasando y una progresiva sordera le fue alejando de los sonidos, de modo que para llamarlo, si dormía había que tocarlo y hacerle gestos para que siga, si estaba despierto bastaba una señal, pero cada vez más su piernas le flaqueaban y su paso, otrora alegre y despreocupado, era una verdadera tortura de dolor, pero se las componía y venía, pero cada vez con más renuencia.
El final de Tommy fue trágico, murió bajo las ruedas del auto de la familia. Con mi padre llegamos de regreso a la tardecita con las provisiones de la casa y Tommy salió a recibirnos con alegría y ladridos como lo hacía siempre, pero, vaya a saber por qué, cuando el auto casi se detenía dentro del garaje, perdió pie y recibió un golpe letal. Pocos minutos después entre quejidos, terminó su corta agonía.
Ya han pasado más de 45 años de la partida de Tommy, pero está tan fresco su memoria, que me parece verlo correr quiméricamente detrás de las libres que nunca alcanzaba, me parece verlo echado al pie de mi cama, me parece sentirlo ladrar para avisar de la llegada de visitas. Es mentira que se haya ido, porque permanece en mi memoria, y mientras esté allí, Tommy siempre estará conmigo.  

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