viernes, 18 de enero de 2013

La casilla


Me crie entre las herramientas de mi padre un productor agrícola que además del trabajo específico de labranza, siembra y cosecha, le gustaba la mecánica y de allí que la mayoría de los arreglos y pequeñas modificaciones necesarias para adaptar las mismas a las necesidades particulares de cada cultivo se hacían en casa. De modo que una  herrería hacía las delicias de mis manos de niño, afecto a tomar martillos, tenazas pinzas, llaves y cuanto elemento hubiese para “arreglar” mis cosas, lo que generalmente desarreglaba los trabajos pacientes de mi padre y mi hermano.
Tanto fue mi amor a las herramientas que en cierta ocasión en un viaje a Buenos Aires, exigí que como regalo me compren una llave de tuercas fija, que le sirvió mucho mejor a mi padre que a mí, pero la llave era mía y por ende la llave de Felix.
Dos tractores, un acoplado, grande, un camión, dos carros, un arado de discos, varios cuerpos de rastras de dientes, un rolo desterronador, un  carro grande y dos más pequeños con llantas de hierro, sobrevivientes del trabajo con caballos, dos cosechadoras, una casilla y además de infinidad de herramientas de mano, eran los fierros con los que conviví en mi infancia.
 Mi padre trabajaba en sociedad con un tío y cuando se disolvió el vínculo hubo que reacomodar el parque de herramientas, ya que en la división, algunas fueron para mi viejo y otras para mi tío.
Una de las cosas que quedaron en manos del tío fue la casilla. Una especie de casa de chapas de ruedas petizas que eran enterradas, al llegar al lugar de trabajo y no tenía piso. El elemento en cuestión, era apenas un  refugio contra el viento, ya que en verano no se podía estar por el calor y en invierno se helaba hasta el aliento. Me detengo en este carruaje tal vez el más insignificante ya que una casilla que tuvo en mi niñez una importancia central.
Cuando se disolvió la sociedad mi viejo compró dos tractores, un Fahr de 30HP que mi hermano condujo desde Buenos Aires a Ombú, tras su compra y un Lanz comprado en Coronel Suárez al agente, la casa Zilio.
Mi amor por los fierros era tan grande que el día que llegó el Lanz a casa, llegó también mi primera bicicleta, pero embalado por el tractor, a la bicicleta casi ni la miré, para decepcionar a mi padre que se había ilusionado con mi alegría, pero mi atención estaba dirigida un 100% a la ruidosa y espectacular herramienta.
También compraron el chasis de lo que iba a ser la casilla modelo, ya que su estructura se iba a construir en casa. Tardó varios años en realizarse pero finalmente con mucho trabajo se fueron soldando los fierros, pegadas las chapas de afuera, le colocaron lana de vidrio entre la pared de chapa exterior y el interior de chapadur, se le hizo una división, para separar el dormitorio de la cocina, un tanque para agua corriente en fin, todo un progreso si se la compara con la otra vieja más un galponcito que otra cosa.
Me costó mucho insistirle a mi hermano Vito para que me enseñe a manejar el Fahr y fue ese el primer vehículo que manejé en mi vida y el hecho también se convertiría en un hito de infancia.
En la primavera de 1957, había que ir a sembrar un girasol en la estancia La Larga a unos 50 kilómetros de donde vivíamos. Dos días antes de llevar todo el campamento al lugar de la cosecha, cayeron en la cuenta que iba a faltar un chofer. Ya que el camión, el tractor grande y la camioneta (una estanciera) de la familia, ocupaban a todos los que estaban disponibles, por lo que… ¿Yo tengo que manejar el Fahr? tenía 10 años y un miedo visceral para cumplir la tarea. Ya que una cosa fue manejar en el patio y otra muy distinta un viaje de más de 50 kilómetros.
Mi padre y mi hermano se encargaron con paciencia de explicarme por qué tenía que ser yo y por qué el tractor más chico y que no había nadie, para hacer la tarea.
Insistieron y finalmente lograron convencerme. Argumentaron que no era peligroso, que había que ir muy despacio, que me iba a acompañar don Cosme Bauza, uno de los socios de mi viejo, mientras mi madre, una de mis hermanas (Yvonne) y Angela, una amiga de Yvonne (que luego se convertiría en la esposa de mi hermano) miraban serias, pero no contradecían a los hombres de la casa.
Cuestión es que una mañana temprano salió la caravana rumbo a su destino, el camión, el tractor Lanz y yo con  el Fahr, la casilla detrás y más atrás un acopladito marca Fama con combustible y algunas otras cosas necesarias para la siembra. Al pasar por Huanguelén don Cosme se subió al tractor y se completó la tripulación, el cocinero en la casilla Cosme y yo.
El camino, no tenía asfalto en ninguno de sus tramos, de modo, que a la lenta marcha del tractor, hubo que sumarle más lentitud, para no romper nada, encima el camino estaba muy abovedado porque había cuadrillas de vialidad trabajando con palas tiradas por caballos haciendo un terraplén, que impediría que en el futuro, el camino se convierta en un río, como sucedía cada vez que llovía.
Pasamos Otoño, sin novedad, hasta que don Cosme me advirtió que detrás nuestro había un vehículo que nos quería pasar. Por el ruido no entendí sus palabras por lo que me di vuelta para oír, mi movimiento giró levemente el volante y el tractor amagó a bajarse por la derecha del terraplén, corregí enseguida, pero la casilla se volcó, por el desnivel, con el cocinero que viajaba en ella.
Quiso la madre fortuna que nada se rompiese, que el hombre, previniendo el tema se apoyó contra uno de los costados y se acostó junto a la casilla. Para lamentar: hierros torcidos, un vidrio roto y nada más.
La gran pregunta ahora era: ¿Qué hacemos? El resto de la caravana se había adelantado y lejos estaban de sospechar el inconveniente que se nos había presentado.
Mientras daba vueltas desesperado sin atinar que hacer sólo con mis pensamientos, ya que Bauza y el cocinero eran mucho más legos que yo en la materia. Desesperado no me animaba a hacer nada. Hasta que pocos minutos después llegó un tractor que también iba hacia un trabajo y el tractorista, un hombre grande y la gente que se fue agolpando, resolvieron el tema, engancharon la casilla del chasis, tiraron para ponerla sobre las cuatro ruedas con el tractor y me instruyeron para que ni bien quede parada, mueva mi Fahr hasta nivelarla y que no se vuelque de nuevo. Así se hizo y tras hacer ataduras de emergencia para enganchar casilla y acoplado, continuamos viaje.
Don Cosme decidió que su actuación sobre el tractor había sido muy pobre, por lo que hizo el resto del viaje en la casilla. Pero aún quedaba mucho trecho por delante, al llegar a Louge, doblamos a la izquierda, por un camino inundado. Si antes se iba despacio, ahora mucho más, hasta que al fin del camino, se abría una tranquera donde estaba el resto del equipo, esperando ansiosos nuestra llegada, más extrañados que alarmados por la tardanza.
Allí se enteraron de lo que nos había sucedido y tras preocuparse por nuestra salud, que no había sido afectada, almorzamos.
Aquí mi memoria se corta, porque no recuerdo como ni con quien volví a casa, ni donde realmente terminó el viaje. Pero el vuelco quedó definitivamente grabado en mi memoria. Entonces tenía apenas 10 años cumplidos hacía muy poco.

1 comentario:

Beba Guitarte dijo...

Hermosa historia Felix y muy bien escrita por cierto. Beba