Dicen que cuando Dios manda hasta el diablo obedece. Cuentan
que el diablo volaba por los pastos en el medio de la nada y se estrelló con
una iglesia. Pero la historia relata que
don Manuel López Lecube se tropezó con una vizcachera y se salvó de ser
maloneado.
El sol del verano pega duro en el mediodía de enero. Las
cintas de asfalto parecen infinitas, interminables, apenas si nosotros
recorremos el camino de un domingo cualquiera. Puan, Azopardo, Bordenave, 17 de
Agosto, Felipe Sola, quedan atrás y por delante un camino de tierra que bordea
las vías del ferrocarril, pero sólo pájaros y pastos son la compañía de nuestro
solitario viaje, en la búsqueda del lugar preciso.
Parece mentira en el medio del campo transitamos por un
camino adoquinado y allí en la punta de ese camino, se yergue orgullosa la
iglesia de dimensiones monumentales. Apenas un puñado pequeño de casas y las
típicas construcciones de una estación de ferrocarril, señalan que este lugar
es López Lecube, pero el gran templo hace toda la diferencia.
Paramos lejos, miramos la construcción, es más grande aún,
cuanto más es la nada que la rodea. Allá lejos se recortan en azul las
estribaciones de Ventana, pero acá al alcance de la mano, está la Iglesia de
Nuestra Señora del Carmen.
¿Cuáles serían los designios del diablo, al volar por
estos pastos? Todo es imaginación, acá está esta iglesia que en 1913 se terminó
de construir, por orden de don Manuel que de esa forma cumplió su promesa de
devoción, en el preciso lugar donde la vizcachera, el pastizal y su fortuna lo
salvaron de la lanceada que era su destino seguro, si el malón lo encontraba.
Son las cuatro de la tarde, no se ve a nadie, sólo
nosotros tenemos a la iglesia en nuestros ojos, una puerta inmensa marca su
entrada, arriba en su nicho la Virgen de mármol nos mira azorada. Un cartel
informa a quien hay que ver en una casa blanca a la entrada del pueblo para que
nos muestre el templo desde adentro.
Optamos por respetar la siesta y recorrer el exterior
cuidando de que los tábanos que custodian el lugar, nos dejen nuestra piel en
paz. Al fondo la casa parroquial, a la derecha una especie de galería de
trepadoras enmarca un lugar en el que tal vez se hayan reunido los habitantes
del caserío, llamados por el cura que seguramente alguna vez tuvo.
Después de un rato de errar por el lugar decidimos que
estaba mejor subirse al auto, poner el aire acondicionado, programar el GPS
para que nos lleve a Tornquist y a Sierra de la Ventana, pero el aparato
después de hacernos andar trece kilómetros, nos hace girar a la izquierda, y
nos quiere mandar de nuevo a López Lecube. Uno se pregunta para qué, no era más
fácil decirlo de movida. Debe haber sido la mano del diablo que se quería
divertir con nosotros.
Allá están las sierras, las vemos lejos, pero para allá
vamos, GPS quédate con tus designios nosotros vamos para allá. Llegamos a una T
en el camino, sobre un esquinero del alambrado hay un pequeño cartel con una
borrosa flechita que apunta a la derecha y que dice Ruta 3. Obviamente es la
33, al cartel le borraron uno de los dos tres. Me bajo, lo miro de cerca, no
sea que es una ilusión óptica, no lo es. La segunda chapa del cartel,
perpendicular a la que vemos, marca hacia atrás y dice López Lecube, No
queremos volver, seguimos remontando un camino arenoso y bien arreglado. No
puedo menos que maravillarme del asunto, si pienso que la Municipalidad de
Puan, está a muy lejos, que tiene un distrito inmenso, pero que arregla
caminos-
“No trajimos ni siquiera una mísera botella de
agua”, me protesta Inés, haciéndose cargo de que no previmos nada, sólo las
ganas de ir a conocer el lugar. Pero estoicos nos agusntamos la sed, el d “el
desierto” no es tan inmenso Seguimos el camino señalado, el camino gira a la
izquierda y por delante aparece un monte, que termina en la calle. “Mirá hay
una mujer afuera, bajemos y preguntemos”, pide Inés. Detenemos la marcha, la
mujer nos mira con desconfianza, un bebé corretea a su alrededor. Preguntamos
si íbamos bien. El camino era el correcto, las sierras delante
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